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El costo de la democracia

En las sociedades desarrolladas del año 2000, sometidas al primado del dinero y del poder, los grandes partidos se han convertido en macromaquinarias opacas dedicadas, de forma implacable, a la conquista de las posiciones dominantes. La política se ha transformado así en pura cratología y no por malignidad de los políticos sino por exigencias derivadas de la función de los partidos en una democracia de masa, es decir, casi por necesidad de supervivencia. El destino de los partidos oscila entre la conquista del poder o la insignificancia. Pero esa conquista cuesta cara y su financiación es el mayor desafío que tiene el sistema democrático. Los partidos en la Unión Europea se financian, fundamentalmente, con fondos públicos fijados por cada Estado y distribuidos en función del número de escaños y/o del número de votos obtenidos por cada partido. Pero su volumen global apenas llega al 0,001% de la renta nacional de los países, con lo que, según los datos que se conocen, dejan sin cubrir una parte importante de los recursos que les son necesarios. De aquí que hayan de recurrir a contribuciones privadas que en su casi totalidad son secretas e ilegales. Esas aportaciones clandestinas, imperativas para la vida y triunfo de los partidos, se conceden siempre como contrapartida de favores gubernativos y son la matriz de la corrupción pública. Por lo que era inevitable que, cuando su existencia acabase siendo conocida, se impusiera el estereotipo "políticos igual a corruptos", generalizándose el rechazo de los partidos. De hecho, el elevado número de líderes de partidos procesados, y en muchos casos condenados, ha sido el principal soporte de esa impugnación. En Francia, Emmanuelli, del PS, Juppé, del RPR, Méhaignerie, de la UDF, Hue, del PCF, Léotard, del PR; en Italia, Forlani, de la DC, Craxi, del PSI, y Berlusconi, de Forza Italia; en Alemania, primero el democristiano Späth, presidente de Baden-Wurtemburgo, luego el actual Jefe del Estado alemán, el socialista Johanes Rau, que fue presidente de Renania-Norte de Westfalia, y ahora Helmut Kolh y, con él, Schauble y toda la CDU.Pero precisamente Alemania es el país que, tomando pie en las pioneras leyes británicas de prevención de la corrupción de 1854 y 1883, presta de forma permanente mayor atención a la financiación de los partidos. Ya en 1954 se establece una reducción fiscal para las personas que efectúen donaciones, que deben ser públicas e inscritas, a un partido político que tenga al menos un representante en el Congreso. En 1958, el Tribunal Constitucional declara esta ley contraria a los principios fundamentales, lo que obliga al Gobierno a dictar en 1959 otra nueva que incluye una partida especial, destinada a la educación política de los ciudadanos, que en el 80% se distribuye por partes iguales entre todos los partidos representados en el Parlamento y el 20% restante se concede a prorrata del número de escaños conseguidos. Desde entonces, nueve modificaciones han ido cambiando modalidades y porcentajes. A esta constante vigilancia se añade el control de las finanzas de los partidos, previsto en los artículos 21 y 24 de la Constitución, sin que todo ello haya impedido la hecatombe actual.

Y por la brecha que está abriendo esa hecatombe en la frágil democracia alemana puede írsenos la Europa democrática. Nuestra reacción no puede consistir en anatematizar a los partidos y demonizar a sus lideres -muchos de los cuales son héroes según la moral de su grupo- pues hasta que dispongamos de otros instrumentos y de otro personal político son insustituibles. Nuestra tarea es la de modificar la estructura y objetivos de los primeros y con ello el comportamiento de los segundos en el marco de un renovado funcionamiento democrático que privilegie la pedagogía política, la participación ciudadana y la solidaridad colectiva. Lo que seguramente aumentará el costo de la política, que tendremos que pagar porque ése es el precio de la democracia. La campaña electoral es una buena oportunidad para entrar en el tema, formular propuestas y asumir compromisos.

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