Contra el secuestro IGNASI RIERA
Me refiero al secuestro de la verdad. O a la técnica, cada vez más depurada, de las verdades a medias. La simplificación del lenguaje, en efecto, acelera esa pérdida de la complejidad lingüística, complejidad necesaria para hablar, sin perpetrar demoliciones irreparables, de los aspectos complementarios de todo quehacer cotidiano. Consciente de que el lenguaje de la publicidad reduce los ámbitos del pensamiento dialéctico, me preocupa la penetración eficaz de las técnicas publicitarias en el mundo de la política.Si "política" viene de polis, y polis significa "ciudad", o sea: universo complejo, nunca reducible al juego del sí/no, sí / no, sin matices, me da la sensación de que la simplificación lingüística de la reflexión política provocará víctimas inocentes y alejará al discurso político de la esfera de lo inteligible y de lo inteligente.
En primer lugar, porque la simplificación en el discurso nos proyecta hacia el dualismo: entre sí y no, día-noche, blanco-negro no hay apenas lugar para los tal vez, quizá, podría ser, gris, atardecer... y mucho menos para la palabra duda. ¿Consecuencia? El triunfo apabullante del consignismo. Es decir: el dogma catequético, el neoestalinismo político.
La desesperante estructura de los mensajes de José María Aznar, propios de un fabricante de mensajes para jóvenes fanáticos de hace ya 50 años, no dejan resquicio para el matiz. (¡Vuelve, Jaume Perich, el humorista que fue capaz de subvertir mensajes publicitarios para girar su sentido propagandístico! Al "cuando un bosque se quema, algo suyo se quema", Perich supo añadir: "señor conde". Lo entendieron los censores que trabajaron con afán para cercenar el libro que era continuación de Autopista y que llevaba el título de Nacional II).
La mentira sistemática de la simplicidad aznariana -la de "España va bien", o la de "nada fuera de la Constitución"- deja a muchas y a muchos en la cuneta de la participación sociopolítica. O resulta humillante para quien no es beneficiario nato del éxito de esa España, más conceptual que de las personas en concreto. Y, por supuesto, arroja a las tinieblas exteriores al que, por lealtad constitucional, quiere recordar que sí, que la Constitución es constitucionalmente modificable...
Una vez más, la derecha española ha secuestrado, o pretende hacerlo, la hegemonía cultural de lo político. Y, como decía Gramsci, "quien tiene la hegemonía cultural tiene la hegemonía política". De ahí que yo reclame para un sector minoritario, tal vez, del arco político-cultural, el derecho a la diferencia, a la discrepancia de los macrodiscursos oficiales. En definitiva: pido que me dejen ser el "tonto del pueblo" o el "ateo en tierra de cruzados españoles", sin persecuciones añadidas y sin descalificaciones sistemáticas.
Y me atrevo a pedir más: que se devuelva a la polis el derecho a ser, como pedía el gran hombre de la radio Luis Arribas Castro, "un millón de cosas". Y entre el millón de cosas, también habrá que contabilizar los desequilibrios sociales, las secuelas de un proceso especulativo feroz, que enriqueció, en tiempos pasados próximos, a algunos de los líderes de la catalanidad más militante y más activa.
En resumen: contra la tendencia a subordinar la propuesta cultural a la consigna política, o el pensamiento a la propaganda, costumbre propia de regímenes totalitarios, reivindico el derecho a dudar, al matiz, a la formulación de objeciones parciales o a la totalidad. Porque si pensamos mediante el lenguaje, como nos recordaba el profesor José María Valverde en Ser de palabra, la simplificación sintáctica de alguno de nuestros dirigentes nos aleja del derecho -¿constitucional?- a pensar.
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