De países y gentes
Canta Lluís Llach, que su país es tan pequeño, que cuando el sol se va a dormir, nunca está bastante seguro de haberlo visto. Su país, como el nuestro, juntos o por separado, es un país pequeño, que difícilmente resulta reconocible en el habitual mapamundi que circula por Europa, en el cual el viejo continente, figura en un lugar central. Menos aún somos fácilmente identificados, desde el continente americano o asiático.Ello no debe resultarnos sorprendente, pues tampoco nosotros ubicamos correctamente muchos de los estados sudamericanos, ni de los Estados Unidos de América o Méjico, o del continente asiático o africano. Nuestros destinos habituales, desde el continente europeo, se corresponden, y por tanto son totalmente diferentes, a los que se realizan normalmente desde otras latitudes. La circunstancia cambiante en el actual mapa político de este final de siglo, es que existen países, en todos los continentes, que están manifestando, y obteniendo, según los casos, la independencia política.
En ocasiones, como consecuencia de la transformación de los regímenes del este, tras la caída del muro de Berlín; por la disolución de Yugoslavia, con el inmediato reconocimiento, por parte de Alemania, de Eslovenia y Croacia; y fundamentalmente, por la desaparición de la Unión Soviética, con la proliferación de repúblicas asiáticas.
La novedad con respecto a la situación de primeros de siglo, es que la configuración entonces de los nuevos estados, se limitaba a los procedentes de protectorados europeos, en zonas africanas o asiáticas, con graves consecuencias posteriores, por problemas no resueltos u ocasionados. En el propio Mediterráneo oriental, el reparto anglo-francés, de sus zonas de influencia palestino-jordana, y libanesa-siria, respectivamente, inició una serie de conflictos, que permanecen, y que se acentuaron con la creación del estado de Israel, en 1948. La expulsión entonces de los palestinos, su recepción por Jordania, los conflictos iniciales y los actuales, sólo advierten de la necesidad de una solución definitiva para unos países, que son tan mediterráneos como el nuestro, y cuya cultura, costumbres, y hasta cocina, compartimos desde levante a poniente, a orillas de un mismo mar.
El Mediterráneo, no acaba en Roma, ni siquiera en Grecia. Nuestro mar empieza por donde sale el sol, por el oriente medio. Donde las civilizaciones encontraron su primer alfabeto, en Ugarit, y los navegantes fenicios, tallaron la madera de cedro con la que construyeron las primeras embarcaciones, que les permitieron llegar a nuestras costas a comerciar. Son centenares de pueblos, y miles de vocablos, que conservan su raíz árabe, como memoria inconsciente de una propia manera de ser.
Y precisamente ahora, que vamos a tener que acostumbrarnos a recibir a quienes proceden de países con estas raíces, análogas a las nuestras, conviene recordarlo, para no tratar con ignorancia, incluso desprecio, de ninguna de las dos maneras, a quienes en el pasado nos aportaron gran parte de lo que hoy somos.
Sólo así, al acreditar lo ajeno, podremos reconocernos, tal cual somos, producto de la suma de civilizaciones anteriores. La propia lengua recibida tras el desplazamiento de los árabes, compartida con los repobladores catalanes, sólo aporta un determinante elemento diferencial con respecto a los repobladores aragoneses, pero no exclusivo de la cultura autóctona.
El tiempo no pasó en vano. Las civilizaciones se fueron sucediendo, y es el conjunto de todas ellas el resultado final. Más completo, cuanto más reconozcamos la influencia de cada una de ellas. Así descubriremos la complejidad de la identidad, y sólo de esta manera, cabe entender el sentido de las palabras que nos llegan de un país sin estado independiente, el de Quebec, que advierte en su escudo "je me souviens de", al afirmar la necesidad de recordar el pasado, para reconocerse en el futuro.
Alejandro Mañes es gerente de la Fundació General de la Universidad de Valencia
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