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Una doble protesta

Emilio Lamo de Espinosa

Primero fueron los resultados provisionales de la encuesta de fecundidad del INE. Después el exagerado informe de Naciones Unidas sobre emigraciones de sustitución. Más tarde un tercer informe, este de la UE, basado en datos de Eurostat. La suma de todo ello es bastante escandalosa pero los datos están ahí. España tiene la tasa de fecundidad más baja del mundo, lo que no es poco. Como consecuencia, comenzamos a perder población en lugar de ganar, lo que es bastante. Y como consecuencia también, el envejecimiento de la población es casi inevitable, doblándose la tasa de dependencia. Todo ello muy fuerte, como dicen mis hijos.Pero nada sería más equivocado que aceptarlo como destino. Todas las predicciones, incluso las demográficas (quizás las más seguras a medio y largo plazo de cuantas podemos hacer en asuntos humanos) tienen una cláusula caeteris paribus implícita, es decir, eso ocurrirá si, pero sólo si, los parámetros no varían. Y como sí varían, resulta que casi todas son predicciones que se autoniegan: se formulan para hacer visible un futuro preocupante -pero virtual-, que estimule a los actores a poner en marcha -en el presente- mecanismos y procesos que cambien ese futurovirtual.

Lo cierto es que, al menos desde 1975 la gente se casa menos (la nupcialidad ha descendido en casi un 30%); cuando se casa lo hace cada vez más tarde, ya cerca de los treinta años; si se casa, tiene los hijos cada vez más tarde, ya por encima de los 30 años; y, desde luego, si tiene hijos, tiene pocos. Durante el ciclo demográfico expansivo de los años 65-79, nacían algo menos de 700.000 españoles al año; pues bien, el volumen de las cohortes ha descendido a poco más de 350.000, casi la mitad, y como la mortalidad sube levemente, el resultado es un crecimiento vegetativo casi cero que pronto será negativo. De modo que si hace poco teníamos la tasa de natalidad más alta de la UE (con excepción de Irlanda), hoy es casi la más baja. Y aunque no puede sorprender que la caída haya sido mucho más fuerte en los países católicos del sur, pues en estos se daban las tasas más altas, sí es sorprendente que la situación esté invertida y la natalidad es hoy superior en el norte de Europa; en Dinamarca incluso ha crecido.

Cierto también que esa mayor natalidad del norte se debe al crecimiento de la cohabitación sobre el matrimonio y, por lo tanto, al crecimiento de la natalidad extraconyugal sobre la conyugal en porcentajes ya muy altos: superior al 60% en Islandia, al 50% en Suecia, al 40% en Dinamarca, al 30% en Inglaterra y Francia. La tasa de natalidad extraconyugal en la UE se ha doblado en veinte años y supera el 20%, nivel todavía (sic) no alcanzado por España. Una evolución que a su vez impulsa el crecimiento de hogares mal llamados monopaternales (son monomaternales seis de cada siete) y solitarios.

La gran pregunta es por qué. Y la respuesta no es fácil aunque en ella parecen mezclarse tres variables. De una parte el "familismo" de los países latinos que les lleva a preferir calidad de familia por cantidad de familia; de otra el tipo de Estado de Bienestar que ayuda (o no) a la madre; y, finalmente, y quizás sobre todo, el trabajo femenino; no es casual que allí donde la actividad femenina es alta también lo es la natalidad...pero extraconyugal. O viceversa: la tasa de fecundidad más baja de España se da, no por casualidad, entre el millón y medio de mujeres desempleadas. De modo que la película parece ser la siguiente: los países familistas del sur, que esperan mucho de la familia, pero reciben escaso apoyo público y tienen un alto desempleo femenino, posponen la natalidad conyugal, y rechazan la extraconyugal.

Todo ello es como el resultado de una doble protesta tácita. Las mujeres dicen: si queréis que tengamos hijos, ayudarnos; si no, hacemos huelga de maternidad. Y los hombres dicen: si queréis libertad, cargad con la maternidad solas. La suma es que sólo cuando la mujer tiene trabajo propio y/o ayuda pública, asume la carga de la maternidad...pero sola. Hay en marcha una poderosa feminización de la paternidad que arrastra una feminización de la pobreza, e incluso la infantilización de la pobreza. El más débil, como siempre, acaba pagando los platos rotos.

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