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Tribuna
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Cosas vistas en el Parlamento Europeo

La caza, la carne inglesa de vacuno, el euro, las privatizaciones... No hay duda: para la gran mayoría de la opinión pública, Europa existe y decide. Sí, pero ¿cómo? Ahí, el misterio se hace más tupido. No se oye hablar casi nunca del Parlamento Europeo, salvo con ocasión de las elecciones y, algún tiempo después, cuando presentan su dimisión los primeros de las listas. Después de que los electores, en junio de 1999, me situaran, junto a cuatro de mis cómplices de la LCR y la LO, en el centro del dispositivo europeo, me gustaría levantar, en mi modestia, parte de ese velo.El decorado es conocido e inmutable. Una semana al mes, los parlamentarios se reúnen en asamblea plenaria en Estrasburgo. El resto del tiempo lo ocupan las reuniones de comisiones o grupos en Bruselas. Por consiguiente, es en los plenos donde se votan los dictámenes o las decisiones colegiadas y es en ellos donde emprende su trayectoria de luchador el ingenuo diputado que todavía cree en el valor de la palabra escrita y el debate democrático.

Desde que existe, el Parlamento está dominado por un espíritu de consenso. Hasta ahora, la derecha y la izquierda se repartían la presidencia a mitad de legislatura. Los debates quedan acallados. Todavía hoy se piensa que se hace algo de provecho cuando los grupos discuten en una reunión una serie de mociones, para luego enterarse de que, en el último momento, los jefes de grupo se han puesto de acuerdo sobre un compromiso que, en general, produce un texto inodoro, incoloro e insípido. Casi el 80% de las resoluciones alcanzan un voto común de la derecha, los socialistas, los Verdes y, por desgracia con frecuencia, la Izquierda Unitaria Europea (IUE).

El orden del día de los trabajos lo establece con varias jornadas de antelación la conferencia de presidentes de grupo, pero suele ponerse patas arriba la propia víspera. Da igual: los documentos (textos y enmiendas), a menudo de más de 100 páginas, no se reciben hasta el día anterior por la noche, a veces incluso al abrir la sesión, y no siempre se traducen a tiempo.

Los temas son variados: desde la votación del presupuesto hasta el tamaño de los esquís, pasando por la reconstrucción de Kosovo. Para ayudar al principiante, siempre ávido de democracia ciudadana, el montón de enmiendas recibidas suele hacer referencia a un documento ausente de la carpeta, pero, a veces, todavía en la cartera de los veteranos, que se habían sumergido en la primera lectura del texto durante la legislatura anterior. Así se encadenan los debates de lunes a jueves, en un ceremonial perfectamente engrasado y regulado por los horarios estrictos y legítimos de los traductores.

¿Debates? Más bien, una sucesión de monólogos leídos en un hemiciclo desesperadamente vacío. ¿Pereza o mala voluntad de los representantes? No, es sencillamente un problema de racionalidad. Cada tema tratado da derecho a un tiempo de palabra global para cada grupo político, con arreglo a su importancia numérica. A cada uno le corresponde repartir ese valioso tiempo entre sus miembros. Las intervenciones duran entre uno y tres minutos. Cada persona que interviene, que a veces ha tenido que inscribirse varios días antes de que se abra el periodo de sesiones, tiene un ojo puesto en su texto y el otro en los segundos desgranados por un reloj situado encima del presidente. Este último puede conceder 20 segundos de prórroga antes de cortar el micrófono.

Así es como yo pude beneficiarme de un minuto -¡valioso minuto!- para hacer balance de Seattle, y Arlette Laguiller tuvo el mismo tiempo para hablar de la supresión de empleos en Michelin durante un debate de urgencia sobre las reestructuraciones, impuesto por la izquierda europea a los demás grupos y aceptado a condición de que no se citase el nombre de dicha empresa.

Desde luego, este sistema posee una ventaja considerable: no hay parlanchines ni discursos interminables. Pero tiene el pequeño inconveniente de impedir cualquier debate real, y ello explica que el hemiciclo sólo esté ocupado por el público de la galería, que cambia a razón de un autocar y una visita de grupo cada media hora. Las sesiones, muchas veces, se prolongan hasta la medianoche, pero pocos parlamentarios se quedan hasta el final.

El momento más intenso de esos periodos se produce el jueves, entre mediodía y las 13.30 horas, cuando todos se reúnen para llevar a cabo las votaciones. Momento grandioso en el que se revela la naturaleza de esta institución, pero también de todos sus actores. Porque en ese momento el hemiciclo se llena. Diez minutos antes suena un timbre para alertar a todos los diputados, que han podido seguir los debates gracias al circuito cerrado de televisión. De golpe, el Parlamento vuelve a la vida. Suenan decenas de puertas. Todos se precipitan y toman al asalto los ascensores atestados para ir a cumplir con su deber de ciudadanos elegidos. Pero no se trata sólo de eso. Para cobrar la totalidad de las dietas es preciso haber participado en la mitad de las votaciones nominales. En ese momento exacto, el parlamentario europeo se da cuenta de que, aunque su voto tenga poco peso político, al menos tiene un precio.

El mediodía suele ser, por tanto, el momento en el que comienza la caricatura más desoladora de lo que podría ser el resultado de un proceso democrático. Las votaciones -un centenar- se desarrollan al sorprendente ritmo de una por minuto, aproximadamente. La presidenta, cuya calma y destreza en la dirección de este buque enloquecido es preciso reconocer, lee el título de cada cuestión y el número de la enmienda, y en pocos segundos procede al voto a mano alzada o mediante el sistema electrónico, si así se ha solicitado. Los diputados tienen delante tres listas: la lista oficial de asuntos que se van a votar, la que han anotado sus ayudantes, con consigna añadida, y la del grupo político, para los más disciplinados.

Entonces empieza la operación más delicada: saber sobre qué se vota. No el contenido, que es humanamente imposible; sólo lo conoce el ayudante, que muchas veces lo ha examinado con varias horas de antelación, aunque en ocasiones lo ha hecho en el último instante. No, la dificultad consiste en seguir la cadencia infernal sin equivocarse. El brazo derecho, dispuesto a alzarse para votar, y el dedo índice de la mano izquierda, colocado sobre la línea del título de las mociones. El ritmo es agobiante y el menor error en una línea puede hacer que, en un segundo, la subvención para Kosovo vaya a parar a los productores de chocolate sin azúcar.

Los viejos expertos se las arreglan muy bien. Los novatos, al cabo de 10 minutos, están perdidos. Algunos copian a sus vecinos. Por fortuna, todo está previsto para quienes no consiguen volver a situarse. Para cada voto, uno puede mirar al presidente de su grupo parlamentario, que, sentado en la parte baja del hemiciclo, da mediante un gesto la consigna a los colegas despistados: el pulgar hacia arriba significa a favor; el pulgar hacia abajo, en contra, y la mano extendida en horizontal, la abstención. He aquí cómo se juega un día al mes, a un ritmo endiablado, el destino de Europa en Estrasburgo.

Afortunadamente, es verdad que el trabajo de las comisiones es totalmente distinto; en ellas, el tiempo de palabra es libre y hay posibilidad de estudiar con más seriedad los asuntos. Pero también en ellas el funcionamiento es aberrante: entre la primera discusión de un proyecto y el dictamen definitivo transcurren meses y, a veces, años. Además, a dichas comisiones asisten menos de la mitad de los diputados.

Un papeleo sin límites, un debate sin medios, un funcionamiento lento, burocrático y administrativo, la utilización, sobre todo, de un personal de servicio precario y sobreexplotado: tales son los rasgos dominantes de un Parlamento descontrolado, totalmente aislado de sus electores y a menudo ignorado por la Comisión Europea.

A este teatro de sombras hay que añadir el desbarajuste económico de su funcionamiento, visible en la construcción de un nuevo edificio en Estrasburgo por la módica cantidad de 3.000 millones de francos , cuando los elementos esenciales de la infraestructura se encuentran en Bruselas, verdadero centro de comunicaciones de Europa. Sin embargo, no se duda en pagar el viaje a Alsacia, cinco días al mes, de 3.000 diputados, funcionarios y secretarios, sin hablar de la noria de camiones que transportan los centenares de maletas de los representantes; es decir, alrededor de 800 millones de francos que pagan cada año los contribuyentes para halagar los caprichos nacionalistas de los Gobiernos franceses.

Entonces, ¿hay que dimitir, como hacen otros? Ni hablar. Está la promesa hecha a los electores, pero está sobre todo la voluntad y la posibilidad de librar batallas. Ya ha podido entrar en el tribunal, en Estrasburgo, una delegación de indocumentados. Los Michelin o el dirigente del movimiento de los Sin Tierra de Brasil han sido recibidos por los Verdes y la IUE, y han podido sentarse en las tribunas. Y un Parlamento en pie concedió por unanimidad a Xanana Gusmão, el líder de Timor Oriental, el Premio Sajarov. Es cierto que fue después de su victoria.

No obstante, si queremos que los ciudadanos se adueñen de la idea europea, habrá que hacer más: las asambleas deben estar dotadas de verdadero poder y bajo control. Para ello será necesaria una auténtica ruptura democrática y social con el sistema actualmente en vigor.

Alain Krivine es diputado europeo y portavoz de la Liga Comunista Revolucionaria (LCR)

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