Corinthians, campeón por penaltis
VASCO DA GAMA 0 CORINTHIANS 0Corinthians: Dida; Indio, Fabio Luciano, Adilson, Kleber; Ricardinho, Vampeta, Rincón, Marcelinho Carioca; Luizao, Edilson.
Vasco da Gama: Helton; Junior Baiano, Mauro Galvao, Odvan, Amaral; Gilberto, Juninho, Felipe, Ramón; Edmundo, Romario.
Resultado por penaltis: Rincón (Corinthians, gol, 1-0); Romario (Vasco, gol, 1-1); Fernando Baiano (gol, 2-1); Alex (gol, 2-2); Luizão (gol, 3-2); Gilberto (para Dida, 3-2); Edu (gol, 4-2); Viola (gol, 4-3); Marcelino (para Helton, 4-3), Edmundo (falla, 4-3)
Árbitro: Dick Jol (Holanda).
Partido final del primer Mundial de Clubes. El encuentro acabó sin goles tras los 90 minutos reglamentarios y los 30 adicionales de la prórroga. El estadio Maracaná presentó un lleno completo (alrededor de 70.000 hinchas, más de la mitad aficionados del Vasco da Gama), según su capacidad actual, mermada por las obras de reforma que se llevan a cabo.
Murió la final rota y desbocada. Intensa, vibrante e indefinida, grande, pero sin aire en los pulmones de nadie ni ideas en la cabeza de ninguno. Con 120 terribles minutos a sus espaldas y sin un dueño claro. Con el Vasco tal vez más entero, o más entregado a la causa del gol que no llegaba, pero sin un vencedor al que por superioridad futbolística ponerle la copa en la mano. Así que los dos equipos se tuvieron que jugar la gloria a los penaltis. Y ahí, ya se sabe, Dida es insuperable. Detuvo el de Gilberto e intimidó a Edmundo, que falló el último, y entregó el título a su rival. Varios minutos quedó Edmundo llorando su desconsuelo.
Es en Brasil donde el fútbol conserva más elementos de su versión original. Donde la táctica ha pervertido menos y el culto a la espontaneidad ha sobrevivido más. Es en Brasil y en sus jugadores donde, sin perder de vista el objetivo final del gol y la victoria, aún se lidian deliciosos duelos individuales en tierra de nadie, donde todavía se cuidan los detalles de buen gusto por mucho que no lleven premio concreto al fondo. Es por ejemplo en Maracaná donde se le propone el uno contra uno al rival en cualquier zona del campo, donde no se condenan los caños, los taconazos, las bicicletas, los sombreros y esas suertes así, sino que se fomentan; donde los gestos sin contenido sí tienen contenido. Donde Romario, Edmundo, Felipe, Juninho y Ramón pueden mantenerse en pie en una misma alineación sin que al entrenador le de un ataque de vértigo.
Y por eso, cuando la final cumplió los 120 minutos sin goles, sin un ganador siquiera a los puntos, sin una sensación táctica de un trabajo bien hecho, sin una borrachera de ocasiones, no se vio por ahí ni una mala cara de los técnicos, ni un ceño fruncido en la grada, ni un jugador con el síndrome del agravio por una carrera de más. En el camino se habían dejado dos docenas de acciones exquisitas, vacías probablemente según el diccionario europeo, pero suficientes desde la concepción distinta de esta gente. Maracaná no acogió un partido, sino una fiesta.
La final del primer Mundial de clubes fue un poco la representación más pura de esa filosofía. Hubo unos cuantos actores industriosos, más sin duda de los que el fútbol brasileño habría aceptado en otras épocas, pero fueron más los que miraron al encuentro desde la lírica, la diversión y el juego de ataque. La improvisación, quizás también la anarquía y el desorden, mandó sobre lo preestablecido, sobre la organización militar. Sin un dueño claro de la pelota (tuvo el Vasco, si acaso, mayor presencia), sin un vencedor indiscutible por ocasiones, el partido se fue moviendo a golpe de improvisadas aventuras individuales, de repentinas asociaciones sin un plan de antemano, de un gran despliegue.
Bien es cierto que hubo más intención que éxito, que fueron principalmente los defensas los que ganaron los pequeños combates que compusieron el partido. Pero la incertidumbre del resultado compensó esas carencias. Y además, también hubo pequeñas victorias de los delanteros, un buen número de jugadas que pudieron terminar en gol.
No había goles, sino tensión y mucha igualdad. Y con el paso de los minutos, un juego cada vez más desbocado. Pero no surgía ni un solo un nombre propio claro. Estaba la zurda de Felipe, pero también la de Ricardinho. Estaba Amaral y sus facultades, pero igualmente Edilson y su velocidad. Nada desequilibraba. Ni siquiera Romario se erigía sobre todas las cosas. Cuando se paraba dentro del área se detenía la humanidad, sí; cuando aparecía junto a la pelota, sobre todo en la zona de la verdad, el fútbol se preparaba para lo mejor y el Corinthians para lo peor. Pero su repertorio mágico no daba tampoco para desenredar la final, para poner un dueño al título.
El encuentro se fue partiendo en dos. Los ataques empezaron a tener más carga de ganas que de sentido, y los jugadores, a cobrar más pinta de héroes que de genios. La locura y el caos lo cubrió todo. La grandeza también. Concluyó el tiempo reglamentado, también la prórroga, y el gol no apareció por ningún lado. Vasco y Corinthians se lo habían dejado todo sin poder el uno sobre el otro. Y fueron los penaltis, la suerte maldita, los que se encargaron de nombrar al primer campeón de clubes de la historia. Gracias a Dida y a Edmundo.
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