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La alegría de Gordillo y la tristeza de Tàpies

JOSÉ LUIS MERINO

En dos galerías donostiarras se pueden ver al mismo tiempo dos exposiciones singulares. La de Antoni Tàpies, en la galería Altxerri (Reina Regente, 2) y la de Luis Gordillo, en la galería D.V. (San Martín, 5). El puro azar ha querido hacer coincidir las 12 obras originales de tamaño intermedio y los 15 grabados de Tàpies, con los dos acrílicos grandes y los 17 dibujos de Gordillo. Son dos mundos en apariencia distintos, pero en algunos aspectos semejantes. Tanto Tápies como Gordillo llevan años aferrados al arte de la combinatoria, cada uno inmerso en sus propias obsesiones. Para los dos la grafía, el trazo, la mano activa, es el motor de sus creaciones.

Aunque en esta ocasión las obras originales de Tápies estén trabajadas sobre cartones y papeles, en la mente del espectador que conoce la obra del catalán siempre hay un recuerdo para el transfondo dramático de los muros matéricos de sus mejores obras, aquellos muros de gruesos empastes, fabricados con látex y arenas pulverizadas. Son paredes en las que el artista parecía impostar un patético sentimiento de destrucción, al tiempo que se percibía un recorrido hacia atrás, como si fuera tras la búsqueda de un no sé qué atávico. En las obras de Altxerri no hallaremos aquellos gruesos empastes. Sólo quedan los signos e incisiones que actuaban al modo de arañazos sobre las texturas matéricas de los muros.

Mas de sus obras, sean las de los gruesos muros o las de sus arañazos, se desprende una atmósfera plástica de suma de tristeza que parece proceder de un lejano tiempo de posguerra, ese tono de tristura que Tàpies no ha podido quitarse de encima jamás. Por eso en cada signo impostado en las obras del ahora mismo persiste un intento por salir de aquella tristeza, sin llegar a conseguirlo. En sus obras las manchas en incisiones caen en los soportes como pétalos negros de flores y árboles aún más negros.

Al entrar en la exposición de Gordillo, todo el ámbito se torna alegre y luminoso. Los blancos de sus obras parecen cantar para el espectador. Las dos obras grandes están construidas como un juego de muñecos rusos no iguales. El artista sevillano persiste en su obsesión por construir cuerpos a partir de unidades más pequeñas, y añade su costumbre de incidir en los modelados obsesivos de los primeros planos. En las obras de Gordillo todo parece marcado por un acento de provisionalidad e inacabamiento. Quizá eso sea lo que le hace más atrayente y cercano al espectador. Sin duda, Gordillo es el antihéroe de la obra bien terminada.

En los dibujos mostrados abundan los collages, que sirven para romper los ritmos de la grafía que se ha trazado sobre el papel. Esos collages quedan como islotes con valor propio y, a la vez, sometidos a una relación interespacial con todo lo demás. Por otra parte, la utilización de lápices y rotuladores de diferentes colores y grafías provocan diferencias espaciales.

Tanto Tápies como Gordillo son artistas de gran producción. Laboran imparablemente. Se encuentran menos preocupados por alcanzar la obra genial que por lograr que cada obra sea distinta a la anterior. No les importa el destino final, sino el camino.

Si hubiera que definirlos, se podía tomar a Tápies como la figura del viejo maestro que sigue impartiendo lecciones nuevas. Y Gordillo representaría la imagen del joven pintor que no envejece nunca por más que se lo proponga.

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