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Los cuchillos de Putin

PEDRO UGARTE

La democracia es una de esas cosas complicadas (en el fondo una auténtica idea platónica, a la que sólo podemos referirnos por aproximación) que viene sostenida por leyes, por hábitos de gobierno y por toda una cultura tolerante y solidaria extendida en la sociedad. Pero la democracia también es, desde luego, una estética. Sin una estética democrática es casi imposible imaginar una verdadera democracia.

Que Rusia es también una cosa complicada está a la vista de todos (y a la luz de los libros de historia). El temor a que el gigante siberiano no vaya a convertirse en una democracia se va acrecentando día a día. Quizás esta aseveración podrían compartirla expertos en Derecho Constitucional y analistas internacionales, pero para el común de los mortales el hecho resulta evidente por una consideración meramente decorativa.

Hay algo en la democracia que reside en las formas y sólo en ellas, un estilo mediático completamente distinto al que se impone hoy día en la vieja Rusia. En Moscú prosperan unas maneras que deben poco a la democracia parlamentaria y mucho a la pesada herencia del autoritarismo de los zares y del totalitarismo comunista. En el fondo nos gustaría que no fuera así y que llegaran auténticos modos democráticos a las melancólicas estepas del extremo de Europa. Pero en el ejercicio del poder, en Rusia, siempre hay cosas que chirrían, como si alguien se hubiera dejado alguna pieza oxidada en una maquinaria de gobierno recientemente puesta al día.

Ni siquiera había que ser un buen kremlinólogo para detectar algo patético en el expresidente Yeltsin, cuando en alguna campaña electoral, quizás queriendo emular la naturalidad de los candidatos europeos, tocaba el culo a las bailarinas con las que compartía escenario. Aquella era una conducta de cacique y no de democrático aspirante a un cargo público.

Algo parecido puede decirse de los modos que Vladímir Putin, el nuevo presidente ruso. Hace pocos días le vimos acercarse a Gudermés, en Chechenia, para elevar la moral de las tropas federales que pretenden limpiar Grozni de rebeldes independentistas. Como parece que los rebeldes no se dejan, la visita de Putin no fue sólo política sino de estricto apoyo logístico: se dedicó a repartir entre los soldados unos cuchillos enormes, estremecedores, de esos que los apocados urbanitas sólo vemos en las tiendas de caza, y que imaginamos que servirán para afrontar un fiero encontronazo con jabalís, pumas, leopardos o, por supuesto, rebeldes chechenos.

Los cuchillos de Putin, que las imágenes televisivas reprodujeron al detalle, eran bonitos. Pero había un no-sé-qué en ver cómo un político, a escasos kilómetros del frente, repartía entre su tropa aquella especie de terribles machetes. Había algo de mal gusto en la conducta, algo propio de sargento legionario o de comisario aficionado a dirigir en persona los interrogatorios más difíciles.

Uno no entiende qué campaña de imagen haría posible que Bill Clinton, o Tony Blair o nuestro pseudocarismático presidente de gobierno aparecieran ante los medios repartiendo a sus soldados navajas albaceteñas, botas con puntera de acero o puños de hierro llenos de púas. Eso no haría mucha gracia ni siquiera a sus más rendidos votantes. La campaña de imagen que supone ver a un presidente repartiendo instrumentos de matarife a la aguerrida tropa puede resultar muy popular en Rusia, pero a uno le parece que en Suiza o en Dinamarca serviría sólo para arruinar la carrera del sujeto que se prestara a semejante ordinariez.

Desde luego es sólo una cuestión de formas (¿cómo demonios comparar los cuchillos de Putin con los aviones espía, los lanzallamas, los misiles Exocet o las bombas nucleares?), pero la conclusión, por extraña que parezca, podría ser la siguiente: uno preferiría tener problemas con la policía de cualquier Estado antes que con la de un tipo que reparte en Navidad cuchillos de monte entre sus tropas.

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