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Tribuna
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Herederos

No sé por qué, pero de vez en cuando pregunto a mis alumnos a cuántos les gustaría ser profesores. Y, a pesar de que no no me sorprenda el hecho de que sean muy pocos los que respondan afirmativamente, eso no impide que me extrañe y me inquiete. La respuesta más fácil y más rápida, aunque sea también verdadera, está en el dinero, pero no basta. Es cierto que para muchos el bienestar y el progreso de una sociedad, de una familia, de un individuo, no se mide por lo que sabe, por su capacidad y curiosidad, por su compromiso para entender y recrear el mundo sino por los objetos que posee y exhibe. Vivimos en un mundo que existe para ser visto pero no para ser escuchado, analizado o recreado. Y esta entronización de los ojos, de mirar sin ver, de fijarse sin observar, nos ha ido domesticando, adocenando y vaciando. De ese modo, cualquier comportamiento crítico o reflexivo se considera excesivo, sospechoso e incluso violento cuando no absurdo.Esta situación existe, pero no me basta para responder a la pregunta de por qué un adolescente no siente inclinación, pasión, deseo hacia una profesión que debería provocar los mismos sueños, los mismos afectos que la medicina o el arte, dos ámbitos que reflejan muy bien la fragilidad, el misterio, la belleza, el desprendimiento de que está hecha la vida cuando cada una de estas actividades está en manos de alguien a quien se ha dejado ser, y ha querido ser, humano. El anonimato, la grisura, cuando no el desprecio y la indiferencia a los que la enseñanza y el profesorado están sometidos es el reflejo de este tiempo tan apegado a lo inmediato y a lo aparente en el que vivimos, un tiempo en el que lo social no emerge como proyecto común porque no se tiene noción de otra medida que no sea el instante (ni siquiera el presente). Nadie se siente heredero ni continuador. Ni la escuela, ni la familia, ni los medios de comunicación subrayan con el suficiente énfasis el hecho de que pertenecemos y vivimos el resultado de una historia, que crecemos dentro de una organización social e individual que otros impusieron y preservaron y que nos toca conservar, cuestionar, transformar o crear según nuestra inteligencia y sensibilidad nos indiquen, porque serán las pautas de nuestra vida y de la de quienes nos sigan. En muy pocas ocasiones se nos ayuda y enseña a hacernos conscientes de que el bienestar, el hacer realidad la dignidad a que está llamada cualquier vida es cosa de todos, tal vez porque a los ineficaces y a los más listos les interesa que deleguemos, que olvidemos o desconozcamos que nuestros comportamientos afectan en mayor o menor medida a todo lo que existe. En esta ceguera, en esta ignorancia es donde estamos aprendiendo a llamar felicidad o justicia a la comodidad o a la indiferencia. Sin embargo, el hecho de que la vida pueda ser hermosa es lo que la hace incompatible con la inercia, con lo fácil.

Probablemente, uno de los elementos sociales que mejor muestran el valor que le concede el ser humano a la vida sea la escuela, así como los contenidos y cometidos que se le exigen, porque cada uno de esos elementos son capaces, a medio y largo plazo, de hacernos seres humanos más conscientes, más plenos, más reflexivos y comprometidos. La escuela no está, por lo tanto, llamada a construir y a preservar lo más fácil sino lo mejor. A través de la educación y su proyecto reflejamos la visión que tenemos de nosotros como personas, el ser humano que todos deberíamos estar llamados a ser. Todo educador tiene la esperanza y la certeza de que los conocimientos y las actitudes elegidas y aprendidas determinarán la calidad de vida de todos, incluidos los que aún no existen.

Sin embargo, aunque el ser humano desee la felicidad y la invente, el compromiso con ese sueño no es nunca pleno. A veces la comodidad es la que suplanta su lugar a la pasión y a la curiosidad. Y percibimos que la esperanza inicial se ha convertido en simple espera, que ya no buscamos la inquietud sino lo conocido. Olvidamos con enorme facilidad que la vida es movimiento, que la inteligencia ansía el problema por el placer de descubrirse imaginando, creando o entendiendo. Si esto es tan hermoso, tan valioso y deseable por sí mismo, ¿quién o qué nos vence?

Como espacio donde la vida se construye, la escuela es un lugar de conflicto; y de la calidad de su resolución depende (y no sé si somos conscientes de ello) la buena o mala vida que como sociedad y como individuos nos demos a nosotros mismos. Porque cuando la memoria científica, histórica, literaria nos enseña a cuestionarnos y a entender la vida, todas las vidas, nuestra propia vida -y alcanza la condición de sabiduría- entonces somos mejores como ciudadanos y como personas. Es verdad que eso no nos garantiza la felicidad absoluta pero sí nos acerca más a ella.

Hay tantas cosas que una sociedad debe exigir y dar a sus profesores -si fuera consciente de la importancia de la calidad de su labor- que no deja de resultar absurdo que alcancemos un protagonismo tan escaso, una valoración tan pobre sobre nuestros juicios y apreciaciones cuando tenemos una información directa sobre cómo será el próximo mundo, el que ahora estamos fabricando. Cuando aparecemos es siempre por semanas blancas, por navidades, los días sin clase por la tarde en junio o las vacaciones de verano. La obsesión por los horarios escolares no es siempre el síntoma de una preocupación por la calidad de la enseñanza, especialmente cuando para algunas asociaciones de padres se convierte casi en el único tema a analizar y combatir. Vivimos en una sociedad que desconoce y se ausenta de sus obligaciones educativas gracias al trabajo porque eso le permite no tener que analizar y comprometerse y sí exigir a la escuela unos horarios y unas temporalizaciones que le permitan delegar en otros la educación de sus hijos, una educación que no sirve para mucho si esa responsabilidad no es compartida entre familia y escuela. No deja de ser contradictorio que las familias abominen, con o sin razón, de la semana de Carnaval pero que no reivindiquen con la misma pasión el derecho a unos horarios laborales que les permitan regresar antes a casa y ocuparse y convivir con sus hijos. Éste es un mundo que crea huérfanos y que exige a la escuela una paternidad a la que no está llamada aunque su labor sea la de tutelaje y acompañamiento. La educación escolar, pese a todo lo que conlleva, no puede suplir las responsabilidades de las que la familia y la sociedad pretenden desprenderse con respecto a sus niños y adolescentes.

En medio de todo este ruido, la economía ha entronizado dos máximas que, por sí mismas, en su sentido más superficial, son -en educación- el anuncio de un futuro empobrecimiento humano y, por lo tanto, social: utilidad y resultados. La palabra utilidad es inquietante porque nunca explica el para qué que le da sentido y la fundamenta. Si por utilidad se entiende lo que una sociedad y una persona necesitan en un momento histórico determinado, me parece una palabra peligrosa y manipuladora porque limita la educación a las necesidades del mundo que conocemos (como si fuese a ser eterno, como si fuese el mejor), pero deja a un lado el mundo y el ser humano posibles. Ésta es una de las opciones más castradoras en educación porque niega al individuo su inteligencia, su creatividad, su sentido analítico y crítico porque le pide que deje de pensar para simplemente adaptarse.

Paradójicamente, además, en un mundo tan vertiginosamente dotado de información, donde los avances y descubrimientos son tan rápidos, los contenidos escolares, es decir, la memoria histórica, artística y científica que debe tener un alumno, el análisis crítico, la argumentación de las ideas, el rigor con los que debe terminar su formación, se han convertido en hechos malditos porque interfieren en la apariencia de unos resultados a los que no se exige verdad sino tranquilidad. Y en esta opción por la superficialidad abandonamos a la persona en un medio del que inicialmente le protegemos y para el que no le damos cursos lingüísticos, emocionales e intelectuales que le permitan oponerse a los mensajes, transfomarlos o crearlos desde el diálogo y la imaginación, con un mundo interior demasiado estrecho y mediatizado por lo exterior. ¡Qué necesaria entonces la inutilidad del cine, de los libros, de la escucha y la palabra que nombra y significa; qué necesarios por demasiado valiosos, por distintos, porque nos hacen ver lo que aún no existe, lo que fue, el ahora en que vivimos! Ellos son los que evitan el vacío, la inercia, los que nos recuerdan que la vida se crea y se escribe. Que para vivir no basta el pulso, el movimiento o la respiración. Que a la vida no le es suficiente con la vida.

Éste es un tiempo necesitado de exigencias y rebeldías. Un tiempo en el que se hace necesario subrayar que no todos los comportamientos y opciones son iguales ni tienen los mismos efectos. Que la existencia puede resolverse con más generosidad, con más imaginación, rigor y compromiso. Y que, en esa acción, la escuela y los profesores juegan un papel importante que inevitablemente será molesto para una sociedad y unas estructuras educativas que buscan la comodidad en lugar de la emoción y la aventura. Si los profesores hiciéramos más consciente en el aula la importancia que tiene saber leer y comprender la vida en sus gestos, en su historia temporal y cotidiana, si lo creyéramos con más pasión, esa intensidad sería contagiosa para la razón y para el corazón. Porque la educación tiene como desafío recordarle al ser humano que nos es espectador ni lector, que es el narrador de sí mismo y de los otros y que la belleza de ese tejido delicado que construimos unos con otros depende de la calidad, el rigor y la sensibilidad de nuestra escritura, de las manos, de la voz, los ojos y la memoria de quien nos la transmite. Éste es uno de los mejores regalos que los seres humanos hemos sabido hacernos a lo largo de los siglos: el de no tener que comenzar la vida sino continuarla e inventarla para hacerla digna de nosotros y de los que nos heredarán algún día.

Olga Casanova es profesora de Lengua y Literatura.

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