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Víctima de la fábula de la cigarra y la hormiga

Enrique Gil Calvo

Hasta qué punto nuestra sociedad está consumiendo más de la cuenta? Es verdad que muchas ventas se disparan, en comparación con las de hace muchos años, y que los precios se están desbocando. ¿Pero justifica eso sostener que consumimos por encima de lo que necesitamos? Las lamentaciones sobre el exceso consuntivo son una tradición entre nosotros, dado el rancio predicamento de nuestra frugalidad. Además, el pensamiento económico desciende de aquellos puritanos que encarecieron la fábula de la cigarra y la hormiga. Y, en fin, hasta los ecologistas coinciden en denostar al malhadado consumismo, culpándole de todos nuestros males. Pero puede que no haya para tanto, pues el consumo no puede ser tan malo. Aquí saldré en su defensa, sosteniendo la hipótesis de que nuestro nivel de consumo está no por encima, sino por debajo del que sería deseable o necesario. Excluyo entrar en el debate de los precios, pues, según parece, nuestra inflación no se debe al sobreconsumo, sino al fracaso de la política de liberalización. Y me centraré sólo en evaluar el vigente valor de nuestro consumo.¿De verdad consumimos más de la cuenta? En realidad, sólo consumimos lo que podemos, y no lo que queremos, pues, si nos dejaran, consumiríamos todavía mucho más. Quiero decir con ello que el actual repunte del consumo es responsabilidad no tanto nuestra como gubernamental, por haber hecho descender la presión fiscal. Y es que, aunque ya no estén de moda las políticas keynesianas, el volumen de la demanda agregada sigue dependiendo férreamente de la estructura de incentivos que fijan las autoridades públicas en Madrid o en Bruselas, por lo que no tiene sentido culpar de derroche o despilfarro al pobrecito consumidor. En este sentido, además, es cierto que nos han bajado las retenciones de Hacienda, y quizá los impuestos (según podremos comprobar en junio), pero todavía pesa sobre nuestra capacidad de consumo una gravosa contribución en forma de cotizaciones empresariales que también se detraen de nuestros ingresos, recortando nuestra capacidad de compra.

Eso por no hablar de nuestro nivel salarial, sensiblemente más bajo que el promedio europeo. Todo lo cual hace que nuestro nivel de consumo efectivo sea inferior al nivel potencial que podría darse si nuestra renta por habitante se igualase al resto del continente. Pero es que hay más. Resulta que nuestro nivel de desempleo, sumado a la tasa de empleo temporal y precario, determina que una gran proporción activa tenga que conformarse con un régimen de subconsumo situado muy por debajo de sus necesidades personales o familiares, y desde luego a distancia sideral de su nivel de aspiraciones subjetivas.

Ahora bien, eso no es todo, pues, con ser grande nuestro desempleo, todavía es mayor nuestro desnivel en tasa de actividad económica (especialmente femenina) si la comparamos con el resto de Europa. Como nuestra población inactiva y dependiente (escolares, estudiantes, pensionistas y, sobre todo, amas de casa dedicadas a sus labores) es muy superior al promedio europeo, esto hace que casi toda su demanda potencial sea insolvente, detrayéndose del nivel de consumo efectivo que sería posible si la tasa de actividad española igualase a la europea. Y para no extenderme más, excluyo referirme a la desigualdad en los niveles de consumo, pues, dada nuestra estratificación social, un quinto de la población subsiste como puede en régimen de subconsumo a nivel tercermundista.

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Pero no puedo concluir sin referirme al mejor indicador demostrativo de que nuestro nivel de consumo efectivo se halla muy por debajo de sus potencialidades reales. Este indicador es la estructura en edades de nuestra pirámide de población, que, como consecuencia del baby-boom producido entre 1964 y 1974, hoy experimenta un extraordinario ensanchamiento a la altura de la franja de edad que se extiende entre los 25 y los 35 años, que es la edad de procrear. En la actualidad, la generación de los baby-boomers debería estar casándose y teniendo hijos a tasas masivas, con la consiguiente explosión del consumo a la que ello debiera dar lugar. Pero no es así, pues nuestras tasas de nupcialidad y fecundidad siguen siendo las más bajas del mundo, estando bloqueada la formación de nuevas familias. Lo cual indica no sólo un grave problema político (por cuanto impide el ejercicio del derecho a formar familia), sino también un problema económico, pues esas familias que no se forman suponen también un consumo agregado que no se realiza.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense.

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