Putin recibe como legado una peligrosa herencia de inestabilidad e incertidumbre
La crisis de Chechenia y el éxito electoral de Unidad allanan el camino hacia el Kremlin
Borís Yeltsin logró ilusionar a la mayoría de los rusos con un proyecto que pretendía construir una sociedad democrática con economía de mercado sobre las cenizas de la Unión Soviética, un imperio que él mismo contribuyó a desintegrar. Sin embargo, terminó dilapidando el capital de confianza que sus compatriotas le entregaron a ciegas, y se va dejando una sombría y peligrosa herencia de inestabilidad e incertidumbre. La historia le pasará factura, a él y a su primer ministro y ya presidente en funciones, Vladímir Putin, a quien corresponderá administrar ese legado o renegar de él.
Como siempre en Rusia, hay menos motivos para la esperanza que para el pesimismo. Es imposible saber si, con su dimisión, Yeltsin ha dado paso al cambio o si, por el contrario, prolonga la agonía de un sistema lastrado por insuficiencias estructurales, corrupción, burocracia e ineficacia.Putin es una incógnita total, una esfinge tras cuya cara impasible se esconde un misterio. Hay quien cree que éste consiste en un preocupante designio autoritario que probablemente tendría buena acogida popular. Después de tanto caos y de tanta miseria, los formalismos e incluso la esencia misma de la democracia parecen no importar demasiado a millones de rusos, que desearían ver en el Kremlin a alguien que esgrima con energía el bastón de mando y ponga un poco de orden.
Se ignora si Putin es un reformador sincero, si está decidido a salvar a su país o si tendrá que pagar una alta factura por que le estén poniendo la presidencia en bandeja de plata. Tal vez tenga algún esqueleto dentro de su armario que le haga vulnerable, pero no es menos probable que durante sus años como espía y jefe del Servicio Federal de Seguridad (FSB) haya reunido suficientes kompromati (materiales comprometedores) sobre sus eventuales enemigos como para levantar una eficaz pantalla protectora.
Putin todavía no es presidente, aunque la mayoría de los analistas le den ya por elegido. Pero esto es Rusia, y aquí su popularidad, que se ha disparado en cuatro meses, podría venirse abajo con la misma rapidez. Necesita que la economía siga alimentándose del rublo barato y del petróleo caro. Necesita el respaldo de los poderosos líderes regionales. Y necesita que la guerra de Chechenia vaya bien.
Putin está donde está gracias a la "operación antiterrorista", pero ésta ha dejado de ser un paseo triunfal para estancarse en Grozni. Pasó de largo la Navidad occidental, pasó la Nochevieja (fecha perfecta para la revancha por la humillación sufrida hace cinco años) y la capital chechena sigue resistiendo pese al cerco total y al diluvio de bombas que le cae encima.
Si las cosas comenzaran a ir mal, por ejemplo con un aumento de bajas rusas imposible de ocultar, sería muy peligroso para Putin, quien, sin embargo, conservaría aún buenas cartas en su mano. Por ejemplo, podría abrir negociaciones con el presidente Aslán Masjádov, al menos hasta alcanzar el Kremlin. Una táctica que ya utilizó Yeltsin en 1996.
Con este panorama, la dimisión de Yeltsin puede parecer lógica, pero fue una sorpresa total, pues, si algo parecía seguro en Rusia, era que Yeltsin no dejaría el poder voluntariamente antes de cumplir su mandato. Pero junio estaba demasiado lejos. Para entronizarse como presidente, Putin necesita unas elecciones rápidas para que no se diluya el efecto del triunfo de Unidad, que contó con el apoyo del propio Putin, aunque fuese "a título personal".
Yeltsin y la familia (su más estrecho círculo de poder) tenían que pensar en un futuro libre de persecuciones judiciales por los excesos de los últimos años. El decreto de inmunidad firmado por Putin apenas tomado el mando demuestra que, por ahora, el presidente interino paga sus deudas.
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