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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

'Narcosalas'

AUNQUE SÓLO fuese porque ayuden a mejorar la calidad de vida de los drogodependientes e impidan la propagación de enfermedades como el sida o la hepatitis, las llamadas narcosalas -recintos donde los toxicómanos puedan inyectarse en buenas condiciones higiénicas- deben considerarse como un paso adelante en el tratamiento del complejo fenómeno de la drogadicción. Un paso adelante que, como todos los dados previamente en el mundo de la droga -hay que recordar las dificultades de todo tipo que rodearon el nacimiento de los CAD, centros de atención al drogodependiente-, no está exento de polémica. En Madrid, donde el presidente de la Comunidad, Alberto Ruiz-Gallardón, ha decidido, con el apoyo unánime de los grupos de oposición, abrir por primera vez un centro de venopunción en una de las zonas más castigadas por la droga, la iniciativa se enfrenta a la oposición del alcalde Álvarez del Manzano.En toda polémica sobre la drogadicción late, más allá de los argumentos jurídicos y terapéuticos esgrimidos, una divergencia profunda entre quienes propugnan políticas activas por parte de la Administración en el tratamiento de sus terribles efectos y quienes defienden una actitud más bien abstencionista o de mínima intervención. Consideran estos últimos que toda política que no sea meramente represiva y que busque reducir los daños de la droga corre el riesgo de extender su consumo. Un riesgo que la sociedad no merece correr, pues, al fin y al cabo, el adicto a las drogas lo es porque así lo ha querido y debe asumir las consecuencias.

Salta a la vista el transfondo moralizante -ellos se lo han buscado- que caracteriza esta última actitud,incompatible con el ejercicio democrático de la política, cuya razón de ser no es otra que intentar resolver los problemas de los ciudadanos, al margen de prejuicios morales o ideológicos. En el caso de Madrid, la iniciativa de Ruiz-Gallardón no sólo cuenta con el aval de la Agencia Antidroga de la Comunidad, sino también con el de la Delegación del Plan Nacional sobre Drogas. Sólo Manzano, que en 1991 se dio a conocer sobre todo por un bando que imponía fuertes multas a los yonquis que se inyectaran en la calle, se resiste a que puedan hacerlo bajo techado, en condiciones higiénicas adecuadas y bajo vigilancia sanitaria, en lugar de las alcantarillas y en los basureros de las zonas marginales de la ciudad.

Es cierto que para la oposición en la Comunidad de Madrid el experimento de las narcosalas se queda corto. Era la ocasión, a su juicio, de haber afrontado la experiencia de la administración terapéutica de heroína en los casos de fracaso contrastado de otros tratamientos convencionales, como pretendió poner en práctica la Junta de Andalucía a principios de este año, pero que no autorizó la Delegación del Plan Nacional sobre Drogas. En todo caso, los actuales responsables de la política de drogas del PP no descartan que en algún momento se llegue a administrar droga con fines terapéuticos bajo prescripción médica.

Pero, al margen de medidas controvertidas como ésta -los ensayos de tratamiento con drogas se han revelado positivos, pero no son una panacea-, el experimento de las narcosalas puede servir al menos para reducir la marginalidad social del drogodependiente, para facilitar su acceso a la red asistencial y, en definitiva, para aliviar las condiciones psicosomáticas que le llevaron a la adicción. Aunque sólo sea por eso, el experimento merece la comprensión y el apoyo de la sociedad. No hay que olvidar que, gracias a iniciativas como ésta, se ha logrado que en los últimos años se reduzcan drásticamente los muertos por droga, en su mayoría por sobredosis o adulteración: 125 en 1998, muchos sin duda, pero bastantes menos que los casi 700 en 1990.

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