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El segundo destierro del exilio cultural español

Se cumplen este año sesenta desde el final de la guerra civil y de una de sus consecuencias, el comienzo del exilio de numerosos españoles partidarios de la República que huían de la brutal dictadura implantada por los vencedores.El drama del exilio alejó a buena parte de la élite cultural y profesional de la época. Profesores, científicos, médicos, juristas, escritores y periodistas, en la cima unos de sus respectivas trayectorias, en condiciones otros de ofrecer sus primeros trabajos de calidad, eran el resultado de un momento de excepcional brillantez que ha venido a calificarse de "edad de plata de la cultura española", como si en el pasado hubiera existido una etapa comparable en calidad, cantidad e incidencia social capaz de abarcar simultáneamente la plural diversidad del país.

Esa cualificada minoría culta no era resultado espontáneo del mecenazgo interesado, del genio individual o del acceso al dominio de la sociedad del burgués conquistador, con el consiguiente despliegue de intelectuales y técnicos dispuestos a crear, entender e interpretar el modo con el que debía ser observado el mundo. La amplia minoría culta que en los años veinte y treinta ofrece su enorme potencialidad creativa, científica y formativa era expresión de un contexto y de una trayectoria. El crecimiento económico regular, la expansión de la población urbana, el moderado ensanchamiento y activo protagonismo en la vida del país de las capas medias ofrecieron el trasfondo. La recuperación de identidades nacionales, las tensiones sociales y el desarrollo del movimiento obrero añadieron fermento a nuevas formas de pensar la realidad. La meritoria labor editorial puso al alcance del lector obras poco frecuentes.

El esfuerzo de recuperación del atraso educativo proporcionó lo que podemos entender como una particular acumulación originaria de capital humano. Desde 1907, la Junta para Ampliación de Estudios e Investigación Científica promueve la incorporación de los universitarios más aventajados a los altos estudios europeos. Si hasta la Segunda República predomina una perspectiva elitista de la educación, comienzan a darse las circunstancias para que esa minoría, laboriosamente instruida, amplíe su base y desde su institucionalización académica consiga generar una continuidad basada en el estudio y la formación de escuelas científicas.

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La guerra civil y el exilio arrasaron todo eso. La depuración hizo el resto. La estructura de producción y transmisión de saberes, el clima de creación y difusión cultural, quebró. Por América Latina y en menor medida Europa se desparramó el mayor caudal de conocimiento nunca antes acumulado por España. Clara E. Lida nos ha ofrecido en dos libros la historia de la inserción de los desterrados españoles en México y de su contribución a la creación del centro de excelencia en ciencias humanas y sociales más importante de Hispanoamérica, inspirado en el modelo de la Junta para Ampliación de Estudios. También Nicolás Sánchez-Albornoz reunió en El destierro español en América. Un trasvase cultural un valioso conjunto de estudios sobre el tema.

Hubo exiliados que, resistiéndose a la idea del destierro en la acepción de desprender la tierra de la raíz, hicieron suyo el neologismo transterrado para dar cuenta que en su descuaje habían llevado consigo una parte del suelo en el que hundían su creatividad y sus reflexiones. Los estudios sobre emigraciones nos muestran que el fenómeno no se circunscribe a los expatriados políticos. Y la ignorancia del término en el español contemporáneo prueba que la Academia y los diccionarios de uso, por no decir la actual cultura española cualquiera que sea la lengua en la que se exprese, son deudores de la cultura interior y que el extrañamiento fue más profundo de lo que llegaron a creer sus protagonistas.

Entre los escritores fue habitual el apego al país que habían dejado atrás y las referencias a situaciones, personajes o motivos siguieron dominando sus futuras obras. España peregrina fue el título de la revista fundada en México por Juan Larrea, Josep Camer y José Bergamín para dar cuenta de una continuidad que el tiempo y la rara comunicación con el público español fue desvaneciendo. Vivieron el destierro y su literatura quedó cortada del destinatario que deseaban seguir haciendo suyo cuando el autor más precisaba el estímulo de saberse atendido. Quien haya leído los Diarios de Max Aub percibirá el continuo desazón de uno de los mayores novelistas de este siglo ante la abrupta separación del lector para el que preferentemente escribe. Pocos -Alberti, Chacel, el Ayala narrador- conocieron la fortuna de regresar y ver celebrada su obra. Entretanto, la "España peregrina", como sucediera con la Sefarad hebrea, acabó respondiendo a un recuerdo antes que a una realidad actualizada. La amargura de Aub en La gallina ciega ante un país en el que ya no se reconoce -ni le conoce- treinta años después de haberlo abandonado y de idealizarlo resume lo que acabaría pasando.

Médicos, biólogos, químicos, se aplicaron en hospitales, empresas y universidades y pusieron sus conocimientos al servicio de los países que les abrieron las puertas.

Historiadores, juristas, científicos sociales o críticos de arte pasaron casi todos a estudiar la sociedad que les recibía. Con las oportunas excepciones, en su mayoría acabarían siendo ajenos a la evolución de la cultura en la España contemporánea. ¿Cuántos de los siguientes nombres han incidido en la orientación de sus respectivas disciplinas? José Gaos, Juan David García Bacca, Joaquín Xirau, María Zambrano, Adolfo Sánchez Vázquez y Eugenio Ímaz, en filosofía e historia del pensamiento; Luis Recasens en filosofía del derecho; Fernando de los Ríos en derecho político; Ramón Iglesia, José María Ots Capdequí, José Miranda, Luis Nicolás d"Olwer, Francisco Barnés, José María Miquel i Vergés, Concepción Muedra y Vicente Llorens, en historia; José Medina Echavarría y Francisco Ayala, en sociología.

La ruptura de la continuidad en 1939 favoreció en España un tiempo de mediocridad en el que algunos jóvenes con talento vieron el camino despejado para su rápida progresión mientras otros de recursos más limitados, no menos audaces, fueron encumbrados aprovechando la penuria intelectual y el vacío dejado por la generación del exilio. Fuera por sectarismo, indiferencia o rivalidad, a ninguno le convino mantener en la cultura española la memoria viva de los expatriados, aun cuando no faltó la relación epistolar.

Después de la autarquía vendría en los sesenta el resurgir como evolución y reacción a la cultura existente. En la distancia, nuestros exiliados investigaron y escribieron, dictaron clases y formaron continuadores, tradujeron e introdujeron autores de otras lenguas, mientras su país de origen los ignoraba. A la experiencia personal se uniría la del destierro cultural cuando su obra fue conocida a destiempo y mal. Fueron extrañados de una realidad que aprendió a vivir haciéndolos prescindibles. Quedaron como objeto futuro de un artículo, de una tesis doctoral, de algún congreso. Hoy son un buen tema para becarios con espíritu viajero, y ojalá los hubiera en mayor número dispuestos a recordarnos la trayectoria que perdimos. Sólo así llegaremos a percibir la dimensión del dispendio realizado y a reconocerles como parte de nuestra historia reciente.

José A. Piqueras es catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat Jaume I.

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