Primer asalto
PEDRO UGARTE
Cuando se publique este artículo, ya habrán pasado Nochebuena y Navidad. Es decir, habremos cumplido el primer asalto de ese combate estomacal que son los días navideños. Como ocurre todos los años, no habremos cantado villancicos, ni habremos rezado ante el nacimiento, ni habremos deseado paz en la tierra a las gentes de buena voluntad, ni habremos conseguido al fin que nuestra tía soltera o nuestro sobrino político nos caigan definitivamente simpáticos. Eso sí, habremos comido (deglutido, ingerido, devorado, succionado) como ocas con el hígado cirrótico. Es muy posible que hayamos tentado ya el bicarbonato.
La dureza de estas fiestas no es sólo familiar. En los márgenes de las mesas hogareñas se reparte un buen número de cenas y comidas adyacentes. Ya se sabe: la comida con los compañeros de trabajo, esa cena con la cuadrilla de toda la vida, otra cena con unos amigos del campamento, la reunión anual de los socios del club de montaña, el banquete del colegio de abogados o graduados sociales, la comilona de la asociación de taxistas, camareros, representantes o bancarios. Se trata ante todo de unas fiestas digestivas.
Uno añora en estos momentos las ligeras ensaladas veraniegas, las comidas frías, los estrictos sándwiches, porque ahora todo se dirige, irreparablemente, a una interminable bacanal gastronómica. Las Navidades son las fiestas de la gula. En estas fechas no prevalece la lujuria ni la codicia. Nos limitamos a comer, a comer como fieras, a superponer banquetes en una larga letanía. Los distintos asaltos del combate castigan el hígado. Están permitidos los directos al estómago, los golpes bajos, la contusión que predispone al vómito o al desorden fecal.
Estamos ya tocados, pero aún quedan más fiestas y, lo que es peor, esa otra cena de oficina (no ya la nuestra, sino aquella con los compañeros de un antiguo trabajo), y aún otra cena de la cuadrilla (esta vez no solos o solas, sino con maridos o esposas), y la comida con los chicos del hospital, y la reunión con esos primos de Barcelona que vienen todos los años y muchos más aperitivos (por supuesto, los prolongados aperitivos que preceden a la Nochevieja) y todas las degluciones que puedan imaginarse.
¿Se acuerdan del año pasado? ¿Se acuerdan de aquella maldita bandeja de turrones y mazapanes que fuimos arrastrando, día a día, noche a noche, hasta bien entrado febrero y que por fin una madre, una esposa responsable, decidió liquidar a nuestras espaldas? Esas bandejas de turrón apelmazado, endurecido, son el rastro final de aquellas decoraciones luminosas que engalanan nuestras calles desde finales de noviembre, son el símbolo de un hastío prolongado, de una especie de acidez estomacal que dura semanas y semanas.
El que escribe bajó un año a la feria de Santo Tomás, el tradicional mercado que inaugura las fiestas navideñas en San Sebastián y Bilbao antes incluso del entrañable e ineficiente sorteo de lotería. Santo Tomás es el pistoletazo de salida y también una premonición de todo lo que vendrá después. Necesitado de emular a nuestros ancestros, que vararon su existencia, durante generaciones, en sombríos caseríos de alta montaña, el que escribe se atrevió en la Plaza Nueva bilbaína a un pequeño aperitivo y pidió talo con chorizo.
Aquello fue como comer por todo el día. Los jugos interiores trabajaron lo suyo para disolver semejante cemento alimenticio. Dios mío, resulta verdaderamente duro comportarse como un buen vasco a veces: el consistente talo, el aceitoso chorizo, el desvanecimiento final, la necesidad de encontrar con apremio algún retrete. Pero las fiestas aún no han terminado. Nuevos desafíos nos esperan. La cuesta de enero será un par de lonchas de jamón de York, a la espera de recuperar los hábitos normales, los ritmos digestivos propios de una biología ordenada. De las Navidades los estómagos no salen muy católicos, me temo.
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