Las furgonetas
Así estaba Madrid para mí hasta hace un par de días, con ese reiterativo aspecto de que algo sabido e irritante volvía cada invierno a suceder. Llega la Navidad. Uno consigue, de enero a diciembre, más o menos ordenar sus propios actos, más o menos disponer de su propio tiempo, más o menos mantener a raya a sus fantasmas casi intransferibles. Y, una vez más, llega la Navidad y uno se ve obligado a actuar casi como si fuera otro, a repartir su tiempo precioso, a quedar a cenar con sus fantasmas. Yo no. Los fantasmas, al calabozo y con grilletes.Aunque Madrid enciende sus lucecitas, las aceras se atascan con puestos de artesanía, las tiendas amplían sus horarios, las neveras rebosan manjares, suenan continuamente móviles para saludar, para preguntar, para despedirse, el correo electrónico recibe constantes felicitaciones virtuales. Todo se pone hortera y compulsivo y a mí me da la impresión de que la ciudad y la gente se vuelven menos dignas. Pero este año ha sucedido algo que ha dotado a las calles y a las caras y al aire de una capa de fragilidad, de una calidad de inocencia. Una amenaza, un peligro que, paradójicamente, le han devuelto a Madrid, a mis ojos, un porte digno. Ha sucedido un par de furgonetas.
A unos cientos de kilómetros arriba de mis calles horteras, de mis vecinos compulsivos, arrancaban un par de furgonetas, tomaban la autopista y emprendían rumbo hacia aquí con una gran caja en su interior cuyo contenido eran los probables pedazos de nuestras tontas ilusiones de estas fechas. Cuando he visto la imagen de esas puertas traseras que mostraban abiertas, en forma de cubo metálico, el perfecto engranaje de la injusticia y del terror, he sentido como nunca una ternura que tenía que ver con nuestros árboles de Navidad torcidos, con nuestras bolsas de regalos innecesarios, con nuestra plaza Mayor llena de feísimos pero inocuos objetos. He sentido una ternura que tenía que ver con el esfuerzo de armonía que intentarán muchos esta noche, con el derroche de generosidad que aplicarán muchos a la felicidad de los niños, con la elegancia o la melancolía de los escépticos y de los solos.
Y he visto que un lugar, como una persona, como cualquier ser, mantiene su dignidad precisamente allí donde puede ser humillado. Así que, curiosamente, los indeseables de unos cientos de kilómetros arriba de mi tonta ciudad han conseguido que se generara en mí un sentimiento de solidaridad con cuanto sucede estos días a mi alrededor que no había conseguido ni una esmerada educación religiosa, ni el ejemplo de las familias, ni las campañas comerciales de los grandes almacenes. Los indeseables de la boina de allá arriba han conseguido que se despertara en mí un sentimiento de rechazo profundo a todo aquello que signifique que no nos dejen en paz con nuestros arbolitos y nuestros turroncitos y nuestros vestidos baratitos de fiesta y todas las idioteces que se nos ocurran sin descuartizar al prójimo.
Y no puedo dejar de preguntarme qué mejillas besaron los conductores de las furgonetas al emprender el viaje siniestro, si hubo un guiño de complicidad que significaba "no te preocupes, estoy de vuelta para la Nochebuena", si ya habían preparado para sus hijos o para sus sobrinos esos paquetes que al abrirse no hacen estallar más que la risa, si tomaron un bocadillo por el camino, qué música se oía en la furgoneta. No puedo dejar de preguntarme qué planes tenían esos conductores, sus familiares, sus amigos, para celebrar este famoso fin de año. ¿La intensidad de su fiesta dependería del nivel de éxito de su operación madrileña? ¿El nivel del éxito lo miden los indeseables en víctimas mortales, en número de mutilados, en cantidad de heridos? ¿El nivel de éxito lo medirían los indeseables en el número de cenas de Nochebuena truncadas en Madrid? ¿Cómo se visten los indeseables para celebrar? ¿Se ponen la boina? ¿Qué comen los indeseables para celebrar? ¿Txangurro, kokotxas, txistorra? ¿Dónde celebran los indeseables? ¿En el caserío de la abuela? Pues muy bien. Que se queden allá, que no vengan. Que se vayan a la mierda en sus furgonetas.
Porque aquí en Madrid los dignos susceptibles de ser víctimas estamos preparando nuestras cenas inocentes, nuestros inocentes regalos. Y los de la furgoneta no tienen sitio aquí.
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