El otro Alberto
Hasta hoy, nadie supo qué hacer exactamente con Alberto García-Alix. Su obra era admirada sin reservas por unos y aceptada por otros como algo incuestionable, igual que se acepta el dolor después de haber recibido un golpe; y a casi todos les parecía una maravilla sin definición concreta, algo así como uno de esos objetos imprescindibles pero sin sitio propio o específico que suele haber en cualquier casa, aunque nunca se sabe dónde: un destornillador, una vela, unas tenazas. Sus fotos en blanco y negro siempre han poseído la belleza de lo contradictorio: son sencillas e hipnóticas, duras y etéreas, marginales y universales, absolutamente realistas y a la vez absolutamente poéticas. Las imágenes en color que acaban de colgarse en la galería Moriarty siguen teniendo todo eso, pero además dan la sensación de estar el doble de cerca de quien las mira, de ser más inmediatas, más accesibles, como si hasta el momento García-Alix sólo nos hubiese dejado ver las cicatrices y ahora nos enseñara también las heridas. Aún parecen sueños, pero también parecen la verdad.No sé si es un síntoma o sólo una coincidencia el que la aparición de este tesoro desconocido, desenterrado por José Luis Gallero y Mireia Sentís, con paciencia de arqueólogos y audacia de ladrones de tumbas, de entre los miles de inéditos de Alberto, haya llegado justo tras dársele el Premio Nacional de Fotografía; pero lo que si demuestra es que su trabajo ha logrado el respeto unánime tanto de sus devotos como de sus enemigos y que está en ese punto del camino hacia arriba en el que los demás ya no se conforman con lo que quieras enseñarles, sino que también necesitan saber qué escondes. Alberto García-Alix se ha convertido en lo que siempre fue: un clásico.
Quién sabe lo que pensará de todo esto un hombre como él, alguien a quien le gustan más los escombros que los edificios, que prefiere el riesgo a la calma, no tiene entre sus virtudes la condescendencia y suele ser, con todo lo que no respeta, tan acogedor e indulgente como una trampa para caimanes. Pueden estar seguros de que, en su caso, todo significa un montón de cosas.
Es fácil querer a Alberto y difícil que él te quiera. De hecho, a veces te conformas con que no te empuje para saludar a otro, a cualquiera que no le parezca tan débil, tan conformista, que sea un superviviente en lugar de limitarse a estar vivo. Es más fácil aún enamorarse de sus fotografías, de las de antes o de éstas en color que ahora se exponen por primera vez: estos muros, pintadas, carteles callejeros, neones, alcantarillas, escaparates o mercados donde lo que hay no es tan importante como lo que se sospecha, como todo lo que parece ocultar. Una buena fotografía descubre un misterio, y una fotografía genial lo inventa. Alberto es un inventor, consigue de alguna forma que lo más sugerente sea justo todo lo que no está en la foto: sólo vemos, por ejemplo, el papel pintado de una pared, unas rosas dibujadas, un interruptor de la luz y la tapa del registro eléctrico, pero algo nos hace imaginar de inmediato el resto de la historia, ver una habitación vacía, a una mujer o un hombre cansados por el viaje, demolidos por la soledad o la decepción.
Las fotos de Alberto son idénticas a sus ojos y, por tanto, lo traicionan, atenúan cualquiera de sus fanfarronadas: no son crueles, sino dulces; no quieren mostrar la brutalidad o el desamparo, sino descubrir la magia que hay en ellos, que se mueve en su fondo lo mismo que un soldado vivo debajo de un montón de soldados muertos. Y también son trágicas, son un reino en el que los que siguen aquí continúan al lado de los que fueron cayendo; son la prueba de todo lo que ha pasado, de las transformaciones y las pérdidas, de lo que hay y lo que hubo; son el trabajo insistente y obsesivo de un historiador que quiere dejar constancia de una parte de la Historia a la que los demás no miran. Algunas resultan tristes, pero, si no sabes lo que ha cambiado, nunca sabrás lo que pasa.
Merece la pena ver la mirada de García-Alix en colores. Quizá le quita a sus personajes y a sus espacios parte de su rareza, de su aspecto de personas y cosas aparecidas en un sueño; pero le da a cambio algo muy importante: verosimilitud. Todo eso ha pasado, y nosotros estuvimos allí. Lo contrario de un sueño siempre es otro sueño.
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