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LA CRÓNICA Si bemol AGUSTÍ FANCELLI

Nada predecía un día excepcional. El cruasán se parecía al de ayer, el café de primera hora sabía igual que siempre, la prensa venía con las calamidades conocidas y la tertulia radiofónica transitaba sin sobresaltos por los temas del día cuando un desconocido género musical vino a turbar mi paz interior: el "sonido franquista". Así bautizaba uno de los contertulios la salmodia minimalista de los niños de San Ildefonso que empezaba justo en ese momento. Para alguien que se dedica a la crítica musical, dar con nuevos géneros es importantísimo, pues resultan de la máxima utilidad cuando en un escrito has de salir por peteneras. De modo que subí el volumen para ver si me enteraba de algo más, pero por entonces el contertulio ya andaba por la guerra en Chechenia o la Ley de Extranjería, no recuerdo bien.¿Sonido franquista? ¿A qué otro repertorio cabía aplicar esa categoría? Repasé mentalmente: al trompeteo del No-Do sobre la bandera de popa contra el azul del mar, que por entonces era gris; al graznido de los altavoces de una estación o apeadero en el momento en que anunciaban un retraso por problemas en la catenaria, y, en general, a la copla española, fuera republicana o falangista, pero hermanada en el ruido a frito de fondo y en la vacilante toma del sonido orquestal. ¿Qué tendría que ver todo ello con la cantilena de los Saint Ildefons boys? Ni idea. En cualquier caso los sonidos recordados resultaban demasiado poco homogéneos para elevarlos a la categoría de género, así es que seguí dándole al dial en busca de más pistas.

Me topé con Iñaki Gabilondo, que justo entonces ponderaba las virtudes de los solistas. No hacía referencia alguna al signo político de las interpretaciones, pero sí discurría sobre que las voces de antes le parecían más timbradas que las actuales, como de alegres violines contrapuestos a la gravedad aterciopelada de los violonchelos. De soprano a barítono: curioso corrimiento de tesituras, me dije. Seguro a esas alturas de que había tema para una crónica, me puse a escuchar con mayor detenimiento el canto de las cifras. ¿Se trataba de un recitativo? Algo de eso tenía, pero no tonal, sino modal: tres sonidos diferentes contenidos en el ámbito de una cuarta justa, o tetracordio, que es como los griegos dividían la escala. Un tetracordio dórico, para más señas, pues la distancia de semitono juraría que se hallaba entre el primer y el segundo grado. Cosas mías, no se inquieten. El caso es que las parejas atacaban la melodía única con absoluta libertad, unas veces tomando por punto de partida el re bemol, otras el mi natural y otras aún el fa sostenido, en principio sin variaciones a lo largo de todo el alambre, a no ser que apareciera un premio importante, momento en que transportaban diría que a una tercera superior, variando a la vez la dinámica para obtener el buscado efecto de realce. Tanto me obsesioné con el asunto, que cuando salió el gordo no reparé en el número, aunque estoy en condiciones de informarles, por si puede serles de alguna utilidad, que se entonó sobre un brillante si bemol. Les ahorro la obviedad de los ritardandi al final de cada uno de los dúos, antes de que las bolas se pusieran a crepitar en los bombos en su peculiar cadencia de música concreta.

Sin bajar la radio para no perderme nada, llamé a Xavier Pujol con el fin de sonsacarle la opinión que le merecía una obra tan poco analizada como ésta. Fue perentorio: esos recitativos estaban hechos con la técnica del martellato, tan utilizada por la ópera bufa del XVIII. Ópera, claro. Es decir, teatro, escena. ¿Ópera franquista, tal vez? Me catapulté hacia el televisor. Alguien, ya no sé desde qué medio, pues la radio seguía conectada, hacía en ese momento acotaciones de vestuario: las niñas ya no llevaban calcetines blancos como los de antes, sino medias negras. Toma: tampoco la piel la tenían negra como varios de los chicos que ahora aparecían en escena, ni gastaban trenzas a lo Whoopy Goldberg. Pero en lo sustancial observé que la escenografía no había variado: las pajaritas torcidas, las jaulas doradas girando pesadamente, los severos funcionarios certificando la inocencia en el reparto de la suerte. Llegué a la conclusión de que todo eso nada tiene que ver con el franquismo, sino con la infancia de cada uno y con cierto aullido previo, buñueliano, de país triste que sólo se ríe ante el esperpento.

Supe más tarde que el número agraciado no era ninguno de los que yo llevaba. Pero ese si bemol ya nunca más me dejará.

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