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Tribuna:
Tribuna
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De los dos reinos al maniqueísmo

El tiempo electoral, que en España parece ser perpetuo, resulta el propio para tirar piedras, sin que se encuentre, por ello, tiempo oportuno para recogerlas y construir algo en común. Más aún, el frenesí polémico de unos y otros consigue convertir en candentes problemas que la modernidad ha enfriado en el resto de Europa occidental y que hace tiempo deberían estar resueltos en España. Entre otros, la cuestión de la enseñanza religiosa en las escuelas.No es éste, sin duda, el problema que más preocupa a los españoles del año 2000, pero no faltan intentos de hacer de él banderín electoral. Los dirigentes políticos y religiosos que sepan resistirse a semejante tentación y oponerse al intento, posponiendo allende las elecciones la discusíón del tema y tratando, después, de consensuarlo, habrán hecho un gran servicio tanto a la religión como a la política.

Poco ayuda a tan prudente empresa la construcción de maniqueos. La paranoica aseveración de que el laicismo pretende "robar el alma de los niños" o el escándalo un tanto cursi por las perturbaciones religiosas de la educación cívica. La mejor vía consiste en desdramatizar ambas posiciones, enterarse, de veras de lo que pasa en el resto de la Unión Europea, donde la cuestión ha sido resuelta, y no cargar lo que de suyo puede ser polémico con cuestiones más polémicas aún.

No me parece, en consecuencia, positivo presentar la opción en torno a la enseñanza religiosa como una alternativa excluyente entre los valores cívico-constitucionales y la enseñanza religiosa. Es claro que los primeros han de estar presentes a lo largo y ancho de toda la educación (art. 27.2 CE), y no es menos cierto que "los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones" (art. 27.3 CE). Una elección que versa tanto sobre la concreta enseñanza de una doctrina religiosa como sobre el tipo de educación (remisión del art. 10.2 CE al Protocolo 1 art. 2 de la Declaración Europea), que consiste, ante todo, en los valores inspiradores del conjunto de la enseñanza (jurisprudencia europea desde la Sentencia Pedersen, de 1976).

Nadie, en consecuencia, puede pretender que quienes reciban una enseñanza religiosa no deban ser instruidos "en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales" o viceversa. Pero, además, la experiencia comparada apunta al valor que se da a la enseñanza religiosa para fundamentar aquéllos, precisamente en las democracias europeas más estables. No sólo ya en países que han sabido compatibilizar la confesionalidad con la más amplia tolerancia, como el Reino Unido, donde la preeminencia de la enseñanza religiosa no confesional, pero cristiana, es evidente (Education Reform Acts de 1944 y 1988), sino en países que, como en España establece el art. 16 CE, siguen un sistema de separación y cooperación en cuanto a las relaciones Estado e Iglesia. Tal es el caso de Irlanda, los Países Bajos o, muy especialmente, de Alemania. Caso este último donde se ha organizado la enseñanza religiosa tetraconfesional con cargo al erario público, porque se estima que con ello no sólo se sirve la efectividad de dos derechos fundamentales -el de educación y el de libertad positiva de religión- sino que se presta un servicio a la consolidación axiológica de una sociedad democrática. Incluso Francia, que formalmente sigue un sistema estrictamente laico, ha sabido consensuar entre Gobierno y confesiones religiosas fórmulas de cooperación para garantizar la enseñanza religiosa.

La cultura religiosa es un ingrediente indispensable en la educación de una sociedad como la española -o británica o belga- es. Y cada vez está más claro que dicha cultura se refiere tanto a los hechos como a los valores. Unos valores que deberán transmitirse no sólo con objetividad sino con lealtad a la respectiva confesión y, por supuesto, con coherencia en el resto de la enseñanza. Hoy, felizmente, tales valores coinciden y, además, apoyan "la convivencia y los derechos y libertades fundamentales" y caricaturizarlos con la anécdota de un vídeo cruento contribuye poco al buen entendimiento. Recuerda a quienes, a mí juicio torticeramente, descalifican toda la trayectoria de un fuerza política por un escándalo ocasional.

La Constitución establece un sistema no confesional de separación y cooperación positiva, algo que la doctrina legal ha reiterado hasta la saciedad. Por ello resulta, cuando menos, impertinente invocar la preconstitucionalidad y subsiguiente ínconstitucionalidad de los Acuerdos con la Santa Sede. Se trata, según ha declarado el Tribunal Constitucional (S. 66/1982) y, reiteradamente, el Tribunal Supremo (SS 12 de diciembre de 1980 y 2 de diciembre de 1981), de tratados internacionales frente a cuyos efectos un Estado no puede invocar su ordenamiento interno (art. 27 Convención de Viena) y que, en virtud de la propia Constitución (art. 96), forman parte del mismo.

Mi viejo amigo Peces-Barba teme al neoconfesionalismo. Pero, felizmente, el neoconfesionalismo es imposible hoy día y, por lo tanto, el neolaicismo debería serlo también. La secularización, que no impide la manifestación de la fe ni la concurrencia de ésta a la construcción humana, ha exorcizado a ambos. Adversarios y defensores de la conciencia moral, de su autonomía y de sus valores, son hoy otros. Pero la invocación de semejantes fantasmas puede traer a nuestra crispada vida política nuevos elementos de perturbación. Tanto más imprevisibles en sus efectos cuanto menos auténticos.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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