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¿Ciudadanos o humanos?

IMANOL ZUBERO

En el fondo de nuestros corazones, sabíamos que no podía terminar de otra manera. Cuando conocimos el texto de reforma de la Ley de Extranjería consensuado tras largos meses de trabajo por el Congreso de los Diputados muchos experimentamos una sensación de irrealidad: ¿es posible que un Estado renuncie al más infalible mecanismo de control sobre sus ciudadanos, cual es su capacidad de reconocer como sujetos de todos los derechos humanos sólo a sus nacionales o a quienes, por extensión o por analogía, sean definidos como tales? Porque es de eso de lo que se trataba. La propuesta del Congreso venía a declarar que ningún ser humano puede ser privado de sus derechos como persona y que este reconocimiento incondicional de sus derechos fundamentales no puede hacerse depender de su consideración como nacional o como extranjero.

Es este un viejo sueño: el sueño del reconocimiento incondicionado, de la común e igual dignidad de todas las personas, de la fraternidad universal, de la solidaridad innegociable. Hace unos meses leí una entrevista con el actor José Sancho en la cual se refería a una frase puesta en boca del protagonista de la obra de teatro Memorias de Adriano que él ha representado: "Soñaba con un mundo sin fronteras, donde el más pequeño de los viajeros pudiera vagar de país en país, de continente en continente, sin humillaciones insultantes". He vuelto a leer el libro de Yourcenar para dar con esta cita, pero no lo he logrado. En cualquier caso, ahí tenemos el sueño del emperador Adriano, viajero impenitente y comprensivo, que dirigió entre los años 117 a 138 el más impresionante aparato de poder y control que ha conocido la humanidad: el Imperio Romano. Sueño imposible de lograr a pesar de poseer todo el poder del mundo. Y es que la acción política es necesaria pero no suficiente para la construcción de un mundo en el que todas las gentes vean reconocida su inviolable dignidad, sin que ninguna frontera legitime su maltrato. Hace falta algo más. ¿Un acto de valor? Llamémoslo renuncia solidaria, llamémoslo desarme unilateral. Es desde esta perspectiva desde la que el jurista italiano Ferrajoli reivindica un constitucionalismo mundial que supere las limitaciones impuestas de hecho al ejercicio de los derechos humanos por su circunscripción al ámbito estatal. En este fin de siglo caracterizado por las migraciones de masas, los conflictos étnicos y la distancia cada vez mayor entre Norte y Sur, la ciudadanía ya no es, como en los orígenes del Estado moderno, un factor de inclusión y de igualdad; por el contrario, la ciudadanía de nuestros ricos países representa el último privilegio de estatus, el último factor de exclusión y discriminación entre las personas en contraposición a la proclamada universalidad e igualdad de los derechos fundamentales. Por eso, tomar en serio estos derechos significa hoy tener el valor de desvincularlos de la ciudadanía como "pertenencia" a una comunidad estatal determinada. En opinión de Ferrajoli, ello sólo es posible si transformamos en derechos de la persona los dos únicos derechos que han quedado hasta hoy reservados a los ciudadanos: el derecho de residencia y el derecho de circulación en nuestros privilegiados países.

"Los habitantes de finales del siglo XX somos herederos de un lenguaje universal -la igualdad de derechos- que nunca tuvo la menor intención de incluir a todos los seres humanos", denuncia Michel Ignatieff. Como nos acaba de recordar la mayoría política en la Comisión Constitucional del Senado, no es cierto que los seres humanos tengamos derechos: los únicos humanos con derechos plenos son aquellos que pueden acreditar su ciudadanía. El PP, con la colaboración de Convergencia, ha conseguido reconducir el tratamiento de los inmigrantes a la ortodoxia estatonacionalista. Si no logramos pararles en el Congreso, el Mediterráneo seguirá encargándose de las tareas de limpieza étnica para que España y Europa puedan seguir amodorradas en el sueño hipócrita de que tales cosas sólo ocurren en Kosovo.

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