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Retratos del alma

JOSU BILBAO FULLAONDO

Desde la terraza de su estudio en Lamiako, asomado en el balcón y entre las ramas de unos arboles, se observa una espléndida vista de la ría de Bilbao en plena recomposición industrial. Entretanto, José Ignacio Lobo (Tolosa, 1967) prepara un libro sobre la Universidad del País Vasco. Una tarjeta de visita para presentar con decoro una institución que, acertadamente, ha elegido a uno de los más brillantes retratistas de nuestra comunidad para llevarlo a cabo. Su forma de hacer resulta siempre intachable. Es uno de los muchos trabajos que este autor realiza para "tirar adelante". Pero sin querer imprime un estilo fraguado en sus personalísimos ensayos icónicos donde alcanza su talante más ciclópeo.

Sus primeros contactos con la naturaleza y la zoología los fue plasmando en imágenes. Aquella actividad de origen autodidacta fue madurando en el laboratorio del Instituto. Su relación con el grupo Irudi Taldea y unas clases en el aula de cultura de Algorta ayudaron a sistematizar lo que sentía como una pasión incontenible. La curiosidad le llevó por los encuentros de Arles (Francia) y Tarazona para convertirse finalmente en un fotógrafo documentalista cuyas raíces penetran hasta el nuevo realismo del alemán August Sander (1876-1964). Un retrato concebido para acentuar la diversidad de lo cotidiano, desvinculado de insinuaciones románticas. Concepto que encuentra también referente, después de la Segunda Guerra Mundial, en Diane Arbus, Irving Penn o Richard Avedon y hoy, retomado con personalidad propia, en José Ignacio Lobo. Desde esta perspectiva llegó el primero de sus grandes proyectos: Herri kirolak. Su realización fue becada por la Secretaría General del Deporte de la Generalitat catalana y recogida parcialmente en el FotoPress 1993. Lejos de lo folclórico, en estas imágenes se reivindica el dramatismo de un mundo primitivo envuelto en celofanes comerciales. Aspectos vascos mitificados que rozan lo patético. Un tratamiento similar emplea para El carnaval vasco. Planteado sobre tres formatos diferentes, en blanco y negro, busca eliminar matices retóricos, enfatizar y radicalizar sus mensajes para facilitar su comprensión.

Otra linea de intervención puso de manifiesto, en 1994, con el libro La muga en el horizonte, en el que le acompañan textos del escritor Raúl Guerra Garrido. Son paisajes de la costa hechos en panorámica. No pueden evitar la ironía o incluso la chanza. Así se descubre en el cenador vacío y sin toldo de Mundaka, la hilera de bancos corridos en Aitzgorri con gentes mirando al infinito o el paisano con manos en la cintura y boina que, desde Zierbana, observa la ampliación del puerto. Una manera de mirar que penetra en la esencia de las cosas para transmitir un sentimiento firme, pero repleto de un escepticismo patético.

Además de distintas colaboraciones en revistas y alguna exposición, para 1997 presentó en el FotoPress (tercer premio) su investigación sobre el delirio de los creyentes en los lugares de apariciones marianas. Un reportaje tenso, profundo, donde la búsqueda de la personalidad del retratado es lo más importante. No se precisan añadidos simbólicos, la luz del flash reduce el interés del contexto. El modelo, solo ante al objetivo, se manifiesta con una crudeza sórdida. Se pone en evidencia una forma de misticismo rodeado con cierta magia burlesca. Matices de una subcultura obsesiva que encuentran punto de salida en nuestro cercano monte Umbe y alcanza los parajes más insólitos de los cinco continentes.

El interés por su trabajo ha traspasado las fronteras más proximas. El prestigioso World Press Photo en Holanda reconocía en su publicación Masterclass 97 el valor y la trascendencia de su obra. Un estilo original colmado de fortaleza. Una persona pertinaz en su vocación. Un trabajo con la angustia de quien teme herir lo que mira y simplemente lo acaricia con la ternura de una cruel objetividad. Todo un exquisito fruto madurado con la lectura y estudio de algo que nunca le fue impuesto.

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Una imagen de Lobo de la serie sobre apariciones marianas.

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