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Tribuna
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Ante el despropósito

Es un juego de colegiales más bien ingenuo; pero cuando se trata de relaciones entre fuerzas políticas, del futuro de las instituciones, de la paz pública y, en último término, de vidas humanas, entrelazar disparates es una grave responsabilidad. Y ésa parece ser la tónica de nuestra vida política, al menos en lo que se refiere a su más candente problema: la paz en el País Vasco.Allí, sin duda, había que hacer un inmenso esfuerzo de imaginación, generosidad y habilidad. Para dar cuantos pretextos políticos fueran necesarios al mantenimiento de facto de la tregua. Para utilizar hábilmente los mediadores, en vez de quemarlos cuando no detenerlos. Para relanzar un proceso que unos llamarán de paz y otros de construcción nacional; da igual siempre que excluya la violencia de todo género y conduzca a una opción democrática, de la que, ciertamente, nada tenemos que temer quienes nos decimos demócratas. Para reconciliar la sociedad vasca explicando una y otra vez que ningún dolor ha sido inútil. Para interpretar de tal manera la Constitución que permita "enganchar" al proceso político que llamamos Estado a quienes todavía no se encuentran cómodos en él; porque ése es el problema político de fondo, que no justifica en manera alguna a ETA, pero facilita su enraizamiento social. Para, con tales fines, sentar en torno a una mesa a cuantas fuerzas sea preciso sin exclusiones ni condiciones previas. Y, sin duda, en los últimos tiempos, no han faltado ocasiones y propuestas útiles, dispuestas como las herramientas de un taller en espera de unos mecánicos expertos.

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Pero en lugar de eso encontramos la inacción trufada por el despropósito. El Gobierno descalificó la tregua desde el primer día anunciando ansiosamente su ruptura. La oposición no se quedó a la zaga. Los órganos de opinión que, a la vez, los apoyan y condicionan, descalificaron cualquier elemento positivo que sirviera para construir una solución y, junto con mucha ganga retórica, los había en Lizarra, en las declaraciones de Barcelona-Vitoria-Compostela, en las propuestas del lehendakari, en la lectura atenta y pragmática de la Constitución y del propio Estatuto.

Por su parte, el mundo abertzale dio a luz propuestas disparatadas y puso el acento en lo que ni siquiera dependía de las autoridades españolas. El PNV -que tanto y a tan alto precio había hecho por la tregua- fue incapaz de presentar a tiempo alternativas capaces de entablar un debate y cuando al fin, con notable retraso y poco contenido, lo hizo, topó, de un lado, con exigencias aún mayores y, de otro, con los inexplicables exabruptos del Gobierno que, necesariamente, lo llevan a radicalizar su posición. ¿Y quién puede ganar con la descalificación del nacionalismo democrático? Efectivamente, un juego de despropósitos que conduce a un callejón sin salida. Una solución que a nadie debiera gustar porque el tal callejón conduce hacia la danza de la muerte.

Ante tan desolador panorama, ¿sería mucho exigir un poco de responsabilidad desde todas las instancias capaces de hacerlo, todas aquellas que quieran mostrar su utilidad? Cuando no hay nada que decir más vale callar y la injuria no suple nunca, ahora tampoco, la falta de ideas, Pero en ocasiones existe la obligación perentoria de tener ideas y ser capaz de sacarlas a luz de tal manera que puedan ser conocidas, valoradas y utilizadas.

Llevamos años emitiendo enfáticos juicios morales sobre el problema vasco. Juicios morales que no discuto: los asesinos me parecen criminales sin paliativo alguno. Pero hora es ya de dar juicios políticos capaces de evitar que semanalmente tengamos que reiterar las condenas éticas. Y eso es lo que al político exige la historia y debiera exigirle la ciudadanía. Que guarde su sensibilidad ética para otras ocasiones, que sin duda no han de faltarle, y sea capaz de dar o, cuando menos, contribuir a dar soluciones políticas a una cuestión eminentemente política. Lo demás es engañarse y engañar.

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