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Sospecha

LUIS GARCÍA MONTERO Mañana domingo bajaré a la plaza. La luz de los domingos acerca sus pestañas a la ventana con un temblor calculado, una coquetería radiante que salta de las reinas del cine a las proclamas electorales, del saludo final de un cantante de ópera al balance de resultados y las explicaciones de un banquero. Mañana prepararé el desayuno, bajaré a comprar el periódico, cruzaré la plaza, y allí, bajo la luz detenida y tersa de la mañana, veré al mendigo. El mendigo de siempre será el primer mendigo, ese que nunca vive en una hora precisa, el que se acerca todavía con la noche en los hombros, en el color hundido de la piel y en el tetra-brick de vino. Nunca puedo esperar a leer tranquilamente el periódico en mi casa, necesito ojear las noticias en la calle, saber lo que ocurre en los asuntos que cuelgan del planeta, urgido por una extraña sensación de profecía y amenaza. Mañana domingo me detendré en medio de la plaza, y allí me verá el mendigo, peleándome torpemente con las páginas y los suplementos, y yo lo veré a él, abandonado a la espesura de su lejanía.

Pero el mendigo de siempre no estará solo mañana. Como si en alguna esquina de la luz y el domingo alguien hubiese pegado una convocatoria, mañana la plaza se llenará de mendigos, de grupos armados con botellas de plástico y bolsas blancas, reunidos a la espera de una imprevisible aparición. Los compradores de periódicos podrán observar cómo los mendigos se vigilan entre sí, cómo apuran sus desayunos, cómo cuidan sus pertenencias, cómo se lavan la cara en el agua de la fuente. Hay quien saca un tenedor del bolsillo, quien mira con descaro, quien corre detrás de un perro. Un espeso olor a sudores pasados, a orines fríos, se irá apoderando de la plaza, y yo habré terminado de ojear el periódico, y querré volver a mi casa. Le pediré amablemente al mendigo sentado en el escalón del portal que me deje abrir la puerta, y él me sonreirá, y se levantará con un aspaviento de educación, pero la llave habrá de esforzarse en vano sobre los bordes de la cerradura, hasta admitir su inutilidad repentina. Odio al vecino del primero, porque cada vez que pierde la llave cambia de cerradura sin avisar, y odio al vecino del segundo porque pasa los fines de semana en la sierra, y al del cuarto, porque vive exhaustivamente la noche de la ciudad y agota las horas de la mañana con un sueño pesado que lo mantiene al margen de los domingos y de los porteros automáticos.

Decidiré esperar a la hora de comer en el café de la plaza. Mañana domingo me sorprenderá que el dueño del café, altanero siempre como un inglés, haya dejado que los mendigos entren y se apoderen de la barra y formen incluso tertulias ruidosas y griteríos en algunas mesas. Me sorprenderá más el cansancio del dueño, sus ojos de no haber dormido, arrastrando una descomposición propia de la persona que acaba de ser abandonada y se hunde en el desarreglo de su catástrofe. Pero me sorprenderá mucho más verme a mí mismo en el espejo del café, con el pelo sucio, con la chaqueta sin botones, envuelto en una espesa soledad de mendigo. Eso me pasará mañana domingo, después de que la luz acerque sus pestañas a la ventana.

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