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Tribuna
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El mal de la trivialidad

Comunicar ideas, sentimientos, emociones nunca ha sido labor sencilla, y la dificultad aumenta con la distancia, pues hacerlos llegar más allá de donde la voz humana alcanza exige de otros medios. La imprenta, el papel y las ondas electromagnéticas son en la actualidad esos medios, y quienes los controlan, aunque se empecinen en negarlo, poseen un gran poder, al menos en lo que se refiere a la selección de los mensajes destinados a las grandes masas. Los regímenes totalitarios que han maltratado a la humanidad durante el siglo que ahora termina lo sabían bien. Empero, en las sociedades abiertas, garantistas y respetuosas con la libertad de expresión, ese poder de selección y de influencia, aunque atemperado, sigue vigente.Contemplar el patinazo, la caída de un poderoso siempre es un espectáculo divertido. Comprobar que "el juicio de la historia" le quita la razón a una persona (o a una institución) que se cree respetable es la dulce venganza de los pobres. Uno puede imaginar con regocijo al cura Bernardino en el siglo XVII discutiendo con Galileo las teorías de éste acerca de la rotación de la Tierra. Fantaseemos:

Aquella soleada mañana florentina, Belarmino se había levantado a hora temprana y, desde su balcón de piedra, había visto cómo el Sol se deslizaba, lenta pero implacablemente, desde el este hacia el oeste para colocarse, al mediodía, justo encima del Duomo. Y no sólo él, todos los florentinos lo habían contemplado igualmente. No podía aceptar la sandez del señor Galilei según la cual su balcón se movía, ¡y a qué velocidad!, mientras el astro rey se estaba quieto. Por el contrario, Belarmino, que era un ser seguro de sí, se mantuvo en sus trece. El Sol giraba y su balcón no se había movido un ápice.

Más cerca de nosotros, y en el campo de la literatura, con las respuestas de los editores ante los textos que les fueron propuestos se compondría un inmenso, disparatado y vengativo diccionario, de cuya dirección podría ocuparse Manuel Leguineche.

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El Gatopardo, de Lampedusa, antes de que fuera editado, gracias a Giorgio Bassani, después de morir el autor, fue rechazado por el escritor-editor Elio Vittorini, aduciendo que era un texto reaccionario con olor a naftalina. Cien años de soledad viajó de despacho en despacho hasta que en Buenos Aires alguien entendió que merecía la pena publicar la novela de García Márquez. Veintidós editores, uno tras otro, le devolvieron a Joyce su Dublineses. "Puede que sea culpa mía -confesó el lector, encargado por la editorial de informar acerca de la obra, que Marcel Proust había enviado-, pero no puedo entender cómo se pueden emplear treinta páginas para contar las vueltas que da en la cama el narrador hasta que se duerme". "Lo siento, pero a los norteamericanos no les interesan las historias de chinos", le respondieron, antes de que le otorgaran el Premio Nobel, a Pearl S. Buck cuando presentó La buena tierra. "Le aconsejo que entierre el manuscrito de su Lolita bajo un árbol", le escribió una editorial a Nabokov. "Usted no tiene ningún futuro como escritor", le pronosticaron a Le Carré. "Tan sólo contiene diálogos obscenos", fue el comentario editorial que recibió Norman Mailer por Los desnudos y los muertos. "Nunca había leído una historia tan monótona", le escribieron a Henry James. Cuando Umberto Eco presentó su Diario íntimo, se lo devolvieron con el siguiente comentario: "El lector busca hoy evasión y su texto está lleno de jeremiadas sin pies ni cabeza". Cuando El diario de Ana Frank llegó a manos del editor fue despachado con esta sentencia: "La muchacha no transmite esa sensibilidad, ese sentimiento que podría elevar este diario por encima del nivel de la mera curiosidad". Claro, que a Ian Fleming una profética editorial le rechazó el manuscrito porque "...su James Bond no venderá nunca".

Las relaciones entre los políticos y sus editores, los medios de comunicación, fueron en otro tiempo tormentosas, y así debieran seguir, pues a la sociedad abierta y democrática no le conviene la connivencia entre poderes, cualesquiera que éstos sean. Sin embargo, esa batalla entre los medios de comunicación y los políticos ha resultado, a la postre, incruenta, pues estos últimos hace tiempo que se rindieron sin lucha, pasando, como los vencidos de la antigüedad, a ocupar la condición de esclavos.

La política, que debiera contener discursos contradictorios en torno a una verdad, la social, compleja e intrincada, ocupa hoy, como resultado de una tan indecorosa derrota, la más alta cima en la cordillera de la trivialidad. Allí encajonada, carente de novedad alguna, exenta de profundidad, previsible y superficial, la política corre el riesgo cierto, no de morir, sino de convertirse en receptáculo y refugio de los oportunistas más ramplones, pero, eso sí, "mediáticos". En general, el ser ha sido sustituido por el parecer y la palabra se ha visto reemplazada por la imagen. Y así, apenas importa lo que se dice, cuando se dice algo, y de poco valen las propuestas y los argumentos, sino los efectos que puedan suscitar a la hora de verse escritos en un titular (quintaesencia de la simplificación y hasta de la simpleza) o aparecer, efímeros, en un telediario.

Lo aquí escrito no reclama, por obvio, la carga de la prueba, pero quizá merezca alguna ilustración. Pongamos un par de ellas. En primer lugar, el Parlamento, lugar en el cual reside algo tan rimbombante como la soberanía popular. O, en términos algo menos grandilocuentes, espacio donde las palabras se transforman en leyes y sitio en el cual los representantes elegidos controlan al Gobierno. Pues bien, antes de que los políticos se rindieran sin condiciones, los medios de comunicación se consideraban obligados a dar cuenta cabal de lo que en el Parlamento se discutía y aprobaba. Es más, todos ellos tenían una sección fija dedicada a reproducir lo que en el Parlamento se discutía. Tras la derrota, la iniciativa (la agenda, se dice ahora) no está ya en manos de los parlamentarios, sino que son los medios quienes escogen a su gusto, de suerte que el lector, el oyente y el televidente, sólo pueden saber lo que allí, en verdad, se dice, si, emulando a griegos y romanos, se desplazan hasta las tribunas de aquel foro. Si no, sólo se enterarán de lo que se constituye en noticia. Vale decir lo llamativo, lo dramático y lo chocante, por más trivial y sinsustancia que ello sea.

Entre una gresca interna en un partido y un debate parlamentario sobre, por ejemplo, el paro, la cosa tampoco ofrece dudas "mediáticas": la pelea interna, y cuanto más cruda y desideologizada, mejor. Se trata de encontrar dramatismo y explicaciones simples, y si la lucha descarnada por el poder los suministra, pues bienvenida sea.

Bajo este mando inexorable, los políticos constituyen (constituimos) un rebaño en busca de resquicios entre los cuales intentar colar un argumento o, más torcidamente, una metedura de pata.

"Es luz que vivifica", decía, irónico, un político refiriéndose a los focos de la televisión. No iba

descaminado. En la sociedad del espectáculo sólo existe lo que a él pertenece, aquello que se hace visible, pues difícilmente pueden serle reídas las gracias a un payaso si no sale a la pista.Es malo que la trivialidad se haya impuesto sobre las palabras, que se haya reducido el espacio y el discurso de la política, y peor resulta aún que también se esté destruyendo el análisis. Muchos rigurosos historiadores, sociólogos y politólogos reniegan de su innegable capacidad intelectual en el mismo momento en el que se asoman a los medios. En lugar de buscar la esquiva verdad o analizar los argumentos de cualquier debate, se dedican, casi en exclusiva, a glosar los efectos. Y no los efectos que sobre la realidad social puede tener el discurso político, sino los efectos sobre la imagen pública. Pondré un ejemplo obvio y cercano:

El PP acaba de lanzar una campaña publicitaria acerca de sus logros gubernamentales, que compara, naturalmente a su favor, con los desastres que trajeron consigo los Gobiernos socialistas. La campaña contiene, como es costumbre, algunas cifras. Ni un solo analista, que se sepa, ha perdido un minuto en elucidar la veracidad de esos datos. Eso sí, los efectos sobre la opinión pública -perversos para el anunciante en opinión de unos, positivos según la de otros- han sido glosados hasta la saciedad. Esta actitud contiene, y ahí reside gran parte del mal, un discurso amoral. En el fondo, saltándose la discusión en torno a la verdad, se está diciendo que poco importa el contenido de un mensaje siempre que el público se lo crea o lo acepte.

Si se desprecia el contenido del mensaje y el análisis sólo se ocupa de los efectos que aquél produce, dado que esos efectos carecen de sustancia ideológica (en el mejor sentido de la palabra "ideología"), la conclusión a la que llega el lector, su último destinatario, es obvia: todos los mensajes son iguales, pues carecen, en sus efectos inmediatos, de elementos diferenciadores. Una conclusión simplista, que para algunos resulta, además, tranquilizadora.

La realidad, en general (también la realidad política), es compleja y no se deja reducir fácilmente a interpretaciones simples y, aunque la batalla contra la complejidad parezca que la está ganando de calle, la simplificación, al final, lo efímero y lo trivial no llevan a ninguna buena parte.

Lo escrito arriba no pretende sino mostrar, quizá ingenuamente, una vereda a los políticos, hoy esclavos "mediáticos", para que intenten salir de su estado de debilidad mental y dejen de perseguir una quimera: la de usar a los medios en beneficio propio. Trampa en la cual ellos siempre serán los conejos y nunca los lebreles. No parece arriesgado asegurar que la política precisa de rigor intelectual y de ideas, y quien apueste por ellos acabará por imponer su agenda. Eso que tanto, y con razón, les preocupa.

No recuerdo que Churchill se fotografiara con Edmund Hillary al bajar éste del Everest. Tampoco que De Gaulle lo hiciera junto a Jacques Anquetil y su bicicleta; sin embargo, aún está en mi retina la foto del actual presidente de la República Francesa junto al del Gobierno español, sosteniendo a dúo una camiseta de un futbolista, ante la mirada perpleja de su propietario, un muchacho francés que juega en el Real Madrid.

Quizá los dos primeros (Churchill y De Gaulle) nunca creyeron en esa majadería (inventada por los publicitarios) según la cual una imagen vale más que mil palabras. Y los dos últimos (Chirac y Aznar) sí se lo creen, y a pies juntillas.

Joaquín Leguina es diputado del PSOE.

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