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Contra la privatización del pasado MANUEL CRUZ

El pasado no pasa de moda. Bajo uno u otro ropaje, no cesa de regresar, de acudir, más o menos puntual, a la llamada de la memoria. Desde hace un tiempo, parecen proliferar lo que bien pudiéramos denominar modalidades blandas de ese regreso. Cualquier pretexto, sea el de la escuela nacional-católica, el servicio social femenino, los cuentos de Calleja o la enciclopedia Álvarez (por no aludir a las insufribles canciones de la época), es utilizado en programas de televisión, películas, obras de teatro y otros medios como oportunidad para reiterar la invitación a las gentes de una generación para que evoquen, con melancólica sonrisa, aquellas situaciones perdidas.Nada de acritud ni de resentimiento, parece ser la consigna implícita -apenas nunca verbalizada- de tales ejercicios. Tal vez no habría inconveniente en ceder ante tanta invitación a la nostalgia si no fuera porque la insistencia acaba por levantar una sospecha. Y es que al final la imagen del pasado que a través de tan diversos procedimientos termina depositándose (y la única, por cierto, que les llega a quienes no vivieron esa época) es una imagen cálida, entrañable, sin aristas, en la que se nos muestra a los jóvenes de entonces viviendo, con desazonada ingenuidad, el conflicto hoy felizmente superado entre la piedad y la pasión, entre la inocente exaltación por cambiar el mundo y la apelmazada rigidez de lo real (encarnada casi siempre por padres y educadores; prácticamente en ninguna ocasión por el poder político). A fin de cuentas, es el mensaje que parece querer transmitírsenos, la cosa no fue tan grave. Todo se sustanciaba en variantes diversas, algunas de ellas incluso divertidas, de problemas personales.

No debiéramos aceptar con tanta indulgencia la trivialización de la memoria que se desliza en todos esos relatos. Entre otras cosas, porque implica una homogeneización, una igualación de las diferencias, que finalmente emborrona el dibujo de aquella época hasta convertir en incomprensible cuanto ocurrió. Menos trivialidad y más ecuanimidad es lo que da la impresión de que nos hace falta. Por su parte, la gente que se considera a sí misma progresista lleva toda su vida política haciéndose la autocrítica, cuando no la parodia. Hasta donde me alcanza el recuerdo, en ningún momento ha cesado de revisar sus premisas teóricas, sus instrumentos, sus expectativas e incluso sus objetivos últimos. Reconsideró el marxismo, el leninismo, su antiguo juicio sobre la cuestión nacional, su ancestral confianza en la lucha de clases como elemento dinamizador de la historia, e incluso últimamente ha sometido a revisión el papel de los empresarios, rebautizados con el eufemismo de emprendedores... Sus enemigos no han dejado de acusarla de dogmática, pero lo cierto es que, por el contrario, a menudo se tiene la sensación de que, más que autocrítica, la izquierda (¿o se debe decir centro izquierda?) se ha dedicado, con empeño creciente, a pedir perdón por buena parte de lo que pensó y por lo que luchó.

Quizá esta última afirmación pueda sonar algo exagerada. Quizá estuvo bien plantear todo eso, pero, la verdad, tengo la sensación de que ya ha habido bastante. La broma, a fuerza de durar tanto, empieza a hacerse pesada. O tal vez mejor: si se trata de reírse, riámonos todos con el chiste. Recordemos, sí, pero con un poquito más de contenido. Va tocando algún gesto análogo al de la izquierda por parte de los conservadores de este país, que por lo visto pasaron de los tiernos guateques de la adolescencia a las subsecretarías de la edad adulta (por no mencionar más altos destinos) como la luz por el cristal, sin romperlo ni mancharlo. No estaría de sobra que alguien explicara a quienes no lo vivieron que hace 25 o 30 años ser un engominado pipiolo de derechas no era una obligación o una fatalidad. Ni tan siquiera una anécdota. Era más bien, por decirlo con benevolencia, la más confortable de las opciones. Tal vez ahora a los más jóvenes no les importe gran cosa, pero en el futuro les puede resultar de utilidad saberlo.

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