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Silencio

Rosa Montero

Grozni está siendo triturada por la artillería rusa: en la ciudad sitiada hay más de 50.000 civiles atrapados bajo el diluvio de bombas. Pero llevamos meses desdeñando la tragedia chechena, y este drama final tampoco parece conmovernos. Deberíamos firmar manifiestos en contra del abuso imperialista de Rusia, o participar en manifestaciones de repulsa, o formar un foro por la paz. Qué sé yo, habría que hacer algo, cualquier cosa, bastaría con asumir siquiera una sola de todas esas iniciativas de honda indignación moral que tanto menudearon en los anteriores conflictos bélicos. Pero en esta ocasión sólo hay silencio.Sé bien que Rusia es un dragón herido que aún puede destruir el planeta de un coletazo; y sé que, justamente por eso, Occidente no moverá ni un dedo para ayudar a los chechenos. Hace unos días, Ogata, la alta comisaria de las Naciones Unidas para los Refugiados, tuvo la desvergüenza de repetir que la ONU no manda personal a Chechenia porque es una zona "poco segura": como si las guerras anteriores, a las que la ONU sí acudió, hubieran sido un divertido pic-nic. El caso es que decenas de miles de refugiados chechenos están abandonados a su suerte. Sabemos por ellos a través de los informes de los rusos, o sea, de sus enemigos: "Están bien", nos dicen. Y nosotros miramos educadamente para otro lado y fingimos creerlo.

Está claro, pues, que no se puede esperar ninguna ayuda para Chechenia por parte de la ONU o de la OTAN. Pero, ¿qué demonios sucede con los intelectuales y los pacifistas? A la mayoría probablemente les ocurra lo mismo que a mí, que soy demasiado caótica y egoísta como para meterme a organizar, por mi propia cuenta, el inmenso follón de un manifiesto o una plataforma de apoyo. Por consiguiente, me limito a aguardar a que alguien monte algo: pero no ocurre nada. Lo cual me hace sospechar, retroactivamente, sobre los intereses que podían ocultar las iniciativas de este tipo en anteriores conflictos: a lo peor no las promovía tan sólo la justicia. Al filo del milenio, en fin, la abismal Chechenia nos da la medida de nuestra indignidad: los humanos siempre nos hemos fabricado nuestros propios infiernos.

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