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El futuro no es una fiesta

"La ciudad del conocimiento" es una expresión que ha hecho fortuna. Para algunos (Miquel Barceló Roca el más reciente, EL PAÍS, 26 de noviembre), se trataría de un nuevo escenario de relaciones sociales que ya está sustituyendo al tradicional modelo de la ciudad industrial. Pero las cosas son más complejas de lo que podríamos concluir llevados por una precipitada aproximación conceptual a esa atractiva idea de la ciudad del conocimiento. Se trata, sin duda, de una propuesta sugerente que siembra su fértil semilla semántica en un doble surco sediento. Por una parte, opera como una propuesta de futuro, y en tiempos de tanta mudanza no es de extrañar que se acreciente la tendencia a dar la bienvenida a cualquier señal para pasar el puente hasta la otra orilla, a un futuro que, para mayor inquietud, cabalga entre milenios. Y también lo es, por otra parte, como relato, tanto porque hay sequía de ellos, como porque no hay metáfora más potente que la topográfica para dar cabida, literalmente, al diseño imaginario de nuevos espacios sociales. Una proyección espacial muy común en la literatura prospectiva de las utopías que describen, a menudo con minuciosa precisión, los planos fundacionales de la ciudad soñada. La expresión ciudad del conocimiento es, pues, una utopía de bolsillo, pero argumental y conceptualmente demasiado frágil. Su debilidad estriba en que se fundamenta en ciertos fenómenos sociales actuales, visiblemente renovadores, y los eleva al rango de portadores del núcleo radical de un nuevo orden urbano y, por añadidura, social. El ejemplo prototípico de ese salto conceptual es el que toma como trampolín a las llamadas nuevas tecnologías. Es común que la taumaturgia de las tecnologías se salpimente con la sabrosa especia de la globalización y del imperio del mercado. No es de extrañar que el futuro sea una fiesta que ya ha empezado, por lo menos en este lado del mundo donde calienta el sol.La prueba de esa complejidad está en la rigurosa trama conceptual que han tenido que urdir los tres autores españoles que han analizado, probablemente con mayor rigor y detenimiento, los cambios que están emergiendo en este siglo que acaba: Manuel Castells, Juan Luis Cebrián y, últimamente, Ignacio Echeverría con su sugerente propuesta, de hondo calado político, de los "tres entornos". A pesar de que sus análisis toman como punto de partida el impacto de las tecnologías de la información y de la comunicación, estos autores no ocultan, como hacen otros, que las consecuencias sociales de tales cambios no se pueden autonomizar de las relaciones de poder político y económico que se están configurando a nivel mundial. La información es también el centro de una sorda lucha por el poder. No es casual que una parte sustancial de los debates políticos que se han generado en Europa en torno a la interpretación de la denominada tercera vía tomen cuerpo a partir del análisis de las tendencias de tales cambios y de su interpretación en términos de un mayor o menor control político de sus efectos socioculturales. De modo que la cuestión de la ciudad del conocimiento no puede ventilarse con algunos silogismos de corto alcance o reducirla a una querella entre campanarios locales.

Vayan por delante, con el ánimo de colaborar en esa obligada complejidad, estas tres consideraciones banales aunque necesarias. Una, la información es sin duda una mercancía central en el modo de producción informacional, como Castells lo llama, pero la información no puede equipararse sin más al conocimiento, y menos aún al saber. Dos, el conocimiento es un término ambiguo y engañoso, puesto que hace referencia a un proceso y, al mismo tiempo, a un producto social. La realización del conocimiento en valor añadido, o como se usa decir en una mercancía competitiva, sea ésta una idea o un artefacto, requiere una seria sobreatención política. Necesita aunar R + I, recursos más imaginación. Tres, el mayor yacimiento potencial de inteligencia, que es la forma humana que ha tomado hasta ahora el conocimiento, está en los sistemas educativos, al margen de las relaciones de producción. Es como un imponderable capital momentáneamente inmovilizado, que precisa para su maduración de un tiempo propio, un tiempo educativo autónomo del estrictamente productivo. No me resisto a añadir, para acabar, una cuarta consideración: la ciudad del conocimiento no es más que una buena intuición de algo que conviene no olvidar. Y es que el saber, para germinar, debe hallar hospitalidad y calor en un lugar propicio a las interacciones más humanizadoras: la ciudad. La ciudad como un espacio y un tiempo donde arraigar y habitar humanamente, justo cuando tiempo y espacio parecen ser el combustible de esas magníficas prótesis técnicas de la inteligencia. Las tecnologías son sobre todo propuestas de socialidad. El riesgo consiste en invertir la ecuación y someter el conocimiento al puro mercado, y así investir a la tecnología de una voraz voluntad de poder que, Heidegger dixit, se erige en una inercia social autónoma. La ciudad del sufrimiento ya es, no nos engañemos, un extenso barrio que crece imparable a extramuros de esa alegre ciudad global del conocimiento.

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