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La tradición catalana JOSEP M. MUÑOZ

No hace mucho, tropecé con una hermosa cita de Stravinski en la que el compositor -uno de los artífices de la ruptura llevada a cabo por las vanguardias artísticas a principio de este siglo- sostenía que "una verdadera tradición no es el testimonio de un pasado cumplido", sino "una fuerza viva que anima e informa el presente". Al hilo de esta sentencia, pienso que es perfectamente posible afirmar que uno de los déficit de la cultura catalana contemporánea es la falta de una tradición sólida en muchos aspectos de la creación artística y literaria, así como de la propia cultura política. También me parece defendible sostener que, justo cuando esa tradición empezaba a articularse, durante el primer tercio de este siglo, fue brutalmente interrumpida y decapitada por el franquismo, y que todavía hoy acusamos el daño que nos hizo esa ruptura. Sin embargo, estoy convencido, al mismo tiempo, de que una de las principales conquistas del antifranquismo fue su capacidad de forjar una cultura catalana nueva, que no era una recuperación o siquiera una recreación de la tradición anterior a 1939, sino una renovada formulación, muy conectada con la evolución social que se estaba produciendo en nuestro país y, dentro de lo que cabe, muy atenta a lo que sucedía entonces en la Europa democrática. Esto es lo que explica fenómenos como el de Serra d"Or, una revista que acaba de cumplir 40 años de vida y que ejerció, particularmente en los años sesenta y setenta, de auténtico laboratorio de ideas de las fuerzas de progreso catalanas, en una amalgama que reunía a católicos progresistas con socialistas y comunistas nada ortodoxos.Esa tradición cultural, que se agrupó políticamente en torno a la Assemblea de Catalunya y que, por consiguiente, alguien ha podido tachar de "frentepopulista" (lo que debería, a mi entender, leerse como un elogio), fue la que se impuso en los años finales del franquismo y durante la transición, aunque pronto se vio parcialmente fuera de juego por el doble efecto del pacto que alumbró la transición democrática -con un sistema de partidos dominado por la dualidad UCD-PSOE- y de la victoria de Jordi Pujol a partir de 1980. Es evidente que esta tradición no fue marginada por completo, y que sus ideas y propuestas pueden seguir rastreándose en los 20 años transcurridos desde entonces, particularmente en la labor realizada desde algunas entidades, instituciones y ayuntamientos. De hecho, será importante establecer algún día, esperemos que no muy lejano, cuál ha sido su peso real en la construcción de la Cataluña autónoma. Y será necesario también, qué duda cabe, cuestionar algunos de sus creencias y postulados, cuando sean examinados a la luz de los años y de los hechos transcurridos. Pero habrá que hilar fino. De hecho, algunos sectores de la izquierda política y cultural han sentido, en estos años grises del pujolismo, la necesidad de construir unos referentes contrarios a los de esta tradición, por entender -erróneamente a mi parecer- que era una tradición básicamente, cuando no exclusivamente, pujolista. El empeño me parece meritorio; sus resultados, más que discutibles. Pienso particularmente en el caso de Albert Boadella, alma de Els Joglars, quien en los últimos tiempos ha dedicado su innegable talento dramático a reivindicar las figuras, tan discutibles como discutidas, de Josep Pla y Salvador Dalí.

La elección de Boadella no es, de ningún modo, casual. Pla fue contestado por buena parte de esta tradición cultural frentepopulista por su conservadurismo y por su silencio frente al franquismo, y se le negó reiteradamente la concesión del Premi d"Honor de les Lletres Catalanes. Cosa que no impidió que muchos lo leyéramos con provecho. No es el mismo caso de Dalí, un pintor que, después de la guerra, hizo una caricatura de sí mismo, como artista y como persona, y acabó penosamente su carrera pintando a la nieta del Generalísimo. En su reivindicación de estas figuras profundamente conservadoras cuando no reaccionarias, Boadella trata de presentar una alternativa a una cultura que, abusivamente, tiende a identificar como carca, montserratina y catalaneta.

El problema surge cuando, en esta voluntad de construcción de una tradición alternativa, se nos quiere hacer pasar bou per bèstia grossa. Así, se nos ha opuesto Tarradellas a Pujol, Poblet (ocupado, por cierto, por monjes fascistas italianos después de la guerra) a Montserrat, Pla a no se sabe quién, y ahora Dalí a Tàpies. No me parece en absoluto censurable proponer la invención de una tradición, por usar los términos de Hobsbawm. Pienso que es legítimo e incluso, si me apuran, conveniente. Pero lo que uno nunca puede ni debe hacer es equivocarse de tradición, si lo que se quiere, como Stravinski, es que ésta nos ayude a conformar el presente y a forjar un futuro distinto.

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