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La semana de Seattle JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Dice un amigo vasco que los catalanes tendemos a idealizar la inteligencia estratégica de ETA. "En ETA son muy brutos", añade. "Lo único que tienen es una gran capacidad de perpetuación". Quiere decir con ello el amigo vasco que el objetivo de ET A no es siquiera la construcción nacional vasca. Es seguir existiendo. Con lo cual resultan todavía más absurdas las situaciones en que ETA dispone de la iniciativa política. Tiene la iniciativa política aquel que consigue determinar la agenda de los demás. Desde que ETA anunció el fin de la tregua, la vida política ha sido función del rito de crueldad organizado por los terroristas. Al separar en el tiempo la declaración de fin de la violencia del momento en que los comandos estén operativos, sea por casualidad, por olfato estratégico o por sentido de la perpetuación, ETA ha conseguido que la semana política girara en torno a ella. En estas situaciones, la capa informativa se hace espesa y asuntos de mayor trascendencia encuentran dificultades para traspasarla y llegar con todo su relieve a la opinión pública.En Seattle, la protesta contra los desmanes del globalismo ha llegado a la metrópoli. Entiendo por globalismo la ideología construida para enmascarar el carácter salvaje del proceso de globalización emprendido y presentarlo como la única forma posible de avanzar hacia el futuro. Como dice Pierre Bourdieu, las revoluciones conservadoras tienen una curiosa peculiaridad: son revoluciones "que restauran el pasado y que se presentan como progresistas", es decir, son revoluciones "que transforman la regresión en progreso". Que el mundo se debe pensar en términos de globalidad es obvio. Pretender que hay una sola forma posible de globalización -la de las grandes multinacionales y del poder especulativo- es vender la regresión a la hegemonía de las formas prepolíticas de poder como progreso.

Las protestas que han acompañado la reunión de la Organización Mundial del Comercio en Seattle son una advertencia para quienes pensaban que la historia había terminado, es decir, que el tiempo de las contradicciones y de los conflictos estaba caducando, que el dinero podría imponer sus exigencias sin resistencia alguna. La dureza de la represión policial puede ser una imagen del futuro que nos espera. Cuando unos pocos lo tienen todo, y cada vez más, y la mayoría no tiene casi nada, y cada vez menos, sólo hay dos opciones: o la mayoría consigue que la minoría pague el gasto o la minoría manda al ejército para acallar a la mayoría. Bill Clinton, que hubiera sido un presidente de primer orden en un país en el que le hubiesen dejado follar en paz, ha comprendido inmediatamente la importancia de lo que estaba ocurriendo. Y ha reaccionado con oportunidad. En la patria de la nueva gran promesa, la ciudad de Microsoft y de Amazon, reaparecía la historia, es decir, la real conflictividad. La política tiene que escoger entre seguir practicando el resignado papel de funcionario al servicio del poder económico globalizador o defender a la ciudadanía frente a la voracidad insaciable del dinero. Está bien que la izquierda pierda prejuicios y descubra que los empresarios también son útiles a la sociedad. Pero no hay nada peor que la fascinación del converso. Sobre tanto converso, el poder globalizador se pondrá las botas. O mejor dicho: acabará obligando a la propia izquierda a que se las ponga por cuenta suya si el malestar de Seattle se extiende.

El poder económico está completando un cambio de escala. El poder político no puede esperar sentado en sus vetustas estructuras viendo cómo pasan los acontecimientos. Y decantando su lenguaje, cada vez más melifluo, hasta asumir resignadamente que no hay otra salida. La obsolescencia de las organizaciones políticas internacionales -con la ONU a la cabeza- y las dificultades de articular lo local, lo nacional y lo supranacional -en la Unión Europea, por ejemplo- complican la urgente respuesta política.

La prensa tiende a enviar conflictos como el de Seattle -o el de los astilleros de Cádiz, para señalar algo más cercano, aunque de características distintas- a las páginas de economía. Puede que con ello se dé entender que su carácter es estrictamente económico y laboral más que político y que se sugiera, de este modo, que sólo concierne a las personas directamente afectadas. Pero, sin duda, los conflictos políticos de los próximos años pasarán por esta cuestión clave del choque entre las aspiraciones igualitarias de la cultura democrática y este nuevo salto cualitativo en el juego del capitalismo fundado sobre el principio de que el que gana se lo lleva todo. Seattle confirma la urgencia de construir contrapesos.

Desde la tranquila y ensimismada sociedad catalana -y las escenas de vodevil de su vida política- puede parecer que este ruido no va con nosotros. Si el equilibrio mundial, cuyos límites la globalización está forzando, se convierte en insostenible, nadie quedará ajeno a sus consecuencias. Si las stock options son la medida de todas las cosas, si la competitividad es el único horizonte que se le ofrece a la ciudadanía, si las desigualdades ahondan los abismos sociales y dejan cada vez más gente en la cuneta, tarde o temprano la Barcelona razonable y confiada seguirá el mismo destino que tantas ciudades del mundo que han perdido la misma noción de cohesión social. Y hoy por hoy, la capacidad de Europa de resistir a los impulsos de la globalización negativa parece limitada.

A un altísimo precio en sangre y opresión, parecía que del siglo del totalitarismo se había aprendido una lección: no todo es posible. Sin embargo, en el momento de pasar página da la impresión de que el poder económico cree que para él todo es posible y que todo le está permitido. Y cada vez que alguien ha tenido esta pretensión ha sido catastrófico. No hay que mirar muy atrás para comprobarlo.

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