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EL PERFIL MATEO REVILLA

El resistente sultán de la Alhambra

Mateo Revilla, responsable de la Alhambra desde 1985 -primero con el título extrañamente policiaco de comisario y después como director del patronato-, cuenta entre sus méritos intelectuales el de ser la persona que menos ha durado en un cargo vitalicio. En 1993 ingresó para toda la vida en la Academia de Bellas Artes de Granada y un año después huyó espantado por el conservadurismo y abandonó la medalla número seis que le había sido entregada con gran solemnidad.Este paso efímero por un puesto concebido a perpetuidad contrasta con los catorce años de Revilla al frente de la Alhambra, una experiencia que deja chica la de Washington Irving.

La dirección la Alhambra no es tarea fácil. Es menester mucha cintura y fortaleza para eludir todo el piélago de protestas, ataques y calamidades que ha soportado Revilla promovidos una veces por las fuerzas reaccionarias, otras por los operadores de viajes o por alcaldes y concejales entregados al delirio del turismo por encima del respeto natural a la historia. Sin ser militante socialista, Revilla ha sobrevivido a tres consejeros de Cultura, que es como sobrevivir a la guerra del 14, a la del fletán y a la OCM del aceite de oliva; en cambio, este veterano combatiente, que ahora se halla en pleno frente con el Ayuntamiento de Granada para impedir el proyecto de ampliar el cementerio por la Dehesa del Generalife, no pudo aguantar en el sillón de la academia más que un puñados de meses.

¿Hay que explicar esta inusitada capacidad de resistencia porque es la persona mejor capacitada para el puesto? Revilla nació en Beas de Segura (Jaén) en 1948, estudió en Granada, anduvo en una cédula del Partido Comunista, pasó fugazmente por las comisarías franquistas, desertó del PCE, en venganza salió a su pesar en una novela de Felipe Alcaraz, acabó la licenciatura en 1972, logró el doctorado por una tesis sobre el arte como forma de producción ideológica, fue nombrado profesor titular de Historia del Arte y en 1984 su paisano Javier Torres Vela lo nombró viceconsejero de Cultura, cargo en el que permaneció hasta que fue designado comisario de la Alhambra.

Hemos dicho que durante el largo periodo que ha permanecido como director del monumento más visitado de España, casi dos millones de personas anuales, Revilla ha capeado numerosas borrascas, casi siempre inducidas, pero lo más probable es que nos hayamos quedado cortos.

En 1985, cuando la comunidad andaluza asumió las competencias del conjunto árabe, surgieron motivos de inspiración suficientes como para redactar unos novedosos Cuentos de la Alhambra.

En vísperas de la llegada de Revilla, en el cajón de un modesto despacho, un delegado de Cultura descubrió veinte millones de pesetas en billetes; en un banco, los auditores encontraron una cuenta sin fiscalizar; se efectuó la primera huelga en la Alhambra y, de algún modo, los que perdieron las antiguas prebendas organizaron una especie de secreta resistencia que aún dura.

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Que el Ayuntamiento actual pretenda, en contra de la opinión de la Unesco, ampliar el cementerio por una zona paisajística importante del entorno del Generalife, es casi una nonada al lado de otras controversias. Otro Ayuntamiento, con mayoría socialista, intentó edificar a unos cientos de metros del Generalife una urbanización de lujo. Revilla lo impidió y hay quien aún no se lo ha perdonado. También ha tenido que burlar proyectos tan surrealistas como enlazar Granada y el monumento a través de túneles, funiculares y telecabinas con vistas sobre el Albaicín.

Tuvo que aguantar toda clase de improperios cuando limitó el acceso de turistas a la misma vez a las frágiles estancias de los palacios, o cuando prohibió la entrada de carritos y macutos. La construcción de un aparcamiento en el que predomina el cemento junto al Generalife causó un horror ilimitado, a pesar de que el proyecto superó antes un laborioso concurso internacional que nadie pareció advertir.

Esperanza Aguirre y Gabriel Díaz Berbel intentaron usurpar el gobierno de la fortaleza y los palacios. ETA convirtió la Alhambra en objetivo de sus explosivos intimidatorios; la grafiosis, una enfermedad que transmiten los insectos, diezmó los olmos de la arboleda; un juez ordenó cerrar media Alhambra después de que un anciano muriera al precipitarse por el hueco de escalera y, en fin, la Reina Madre de Inglaterra por poco si se malogra durante una visita oficial. Revilla la cogió en volandas y salvó, como quien dice, de una fractura a la cadera principal del Imperio Británico.

Entre tanto alboroto, Revilla cuida su jardín, relee a los clásicos del XIX, prosigue sus estudios de arte como si mañana tuviera que explicar una lección en la facultad y mide con un pluviómetro y una rara meticulosidad la lluvia que cae sobre su casa. Esta capacidad de ensimismamiento le ha salvado de una crisis fatal de desesperación.

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