Presuntas falsedades
A. R. ALMODÓVAR
Tenía aquella Santa Rufina de Velázquez (?), niña y mártir, un mirar desconfiado, triste. La palma del suplicio en su mano derecha y en la izquierda un tazón vacío, entre oferente y mendicante. Quizás era el cáliz de su inocencia lo que nos brindaba. Quizás era una mínima porción de cordura la que esperaba. ¿Soy auténtica o soy falsa?, parecía decirnos. ¿Me compraréis o no me compraréis?
En la falsa Sevilla de los oropeles auténticos nadie quiso pujar por ella seriamente. Ni el Ayuntamiento, entonces dominado por una rivalidad implacable, ni las opulentas Cajas de Ahorro, ni la Compañía Sevillana de Martín Villa, ni los mil amantes de farol y subvenciones que dice tener esta ciudad. Una duda metafísica puso el pretexto: ¿será un verdadero Velázquez? Faltaba la certeza absoluta. De nada valió que unos expertos del Museo del Prado avalaran su autenticidad. Otros expertos vendrían a decir que no, como ha sucedido en un reciente foro. Nunca el navajeo político encontró mejor aliado para sacudirse un compromiso tan importante. Y un paciente inglés, desde su casa y por teléfono, se quedó con el cuadro, subastado en la Galería Christie´s de Nueva York un 29 de enero de 1999, de triste recuerdo.
La historia se repite, con variantes. Ahora es un Picasso (?), que todo el mundo daba por bueno, el que de pronto es asaltado por las dudas más exquisitas. Au negro se llama y estaba en poder de la Academia de Bellas Artes de Sevilla, hasta que fue entregado a la Junta de Andalucía. Bastó que saliera a la palestra para que se desataran todos los demonios. Una inevitable comisión de expertos vendrá a decir lo que sea. Pero no se preocupen. Otra comisión de expertos acabará diciendo lo contrario. Y el sufrido contribuyente se hará preguntas elementales. Por ejemplo, ¿por qué no hay expertos que avalen la autenticidad de los expertos? Pues muy sencillo. Porque cada cual tiene su círculo de influencias, su academia y su mecenas, y a menudo entre ellos existe una guerra soterrada, un afilar de cuchillos en la sombra, que hace de la belicosidad de los políticos un auténtico juego de niños.
Y no sólo ocurre en la pintura. Hace unos meses, el descubridor de una desconocida leyenda de Bécquer, y el que suscribe, nos atrevimos a desafiar a las altas instancias del saber hermético con la reedición de esa Unida a la muerte. Desde entonces no hemos hecho sino aportar pruebas y más pruebas de autenticidad. No importa. Lo más piadoso que nos ha caído encima es el silencio.
Último caso, por hoy. En un convento sevillano, ciertas recónditas monjitas guardan otro falso-auténtico Velázquez, un duplicado de La casulla de San Ildefonso, el cuadro que el Ayuntamiento ha prestado a la magna exposición de La Cartuja. Dicen algunos que aquél es incluso mejor que éste (?). Y volvemos a lo mismo. ¿Pintó ese lienzo el propio don Diego? ¿Es una copia de taller, de algún discípulo aventajado, de algún imitador genial? Por ahora el asunto se lleva con discreción. Pero no se preocupen, pase lo que pase, nunca saldremos de dudas.
No conviene.
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