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Órdago

Antonio Elorza

Es algo bien conocido de los aficionados al mus: cuando uno se encuentra en una partida a punto de perder, con poco que exhibir en grande, chica y pares, amén de un mal juego, el último recurso consiste en poner al adversario contra la pared, anunciando órdago. Si el otro rehusa el riesgo, por no estar del todo seguro de sus bazas, se van ganando puntos a favor del farol, repitiéndose el ardid hasta que tal vez el azar favorezca un vuelco definitivo. Claro que también puede el osado estrellarse a la primera.Aun antes de que ETA anunciara el final de la tregua, tal era la opción que habían definido por los partidos abertzales firmantes del pacto de Lizarra, después de un año largo y de dos citas electorales. Una vez autentificado el pacto celebrado en agosto de 1998, resulta evidente que los dos partidos democráticos, PNV y EA, aceptaron entonces pagar por la suspensión del terror un altísimo precio político, subordinando plenamente tanto sus objetivos como su actuación política a corto plazo a las exigencias del grupo terrorista. La mejor prueba es la redacción de los artículos 4 y 5 del acuerdo: por el primero, la tregua se anuncia públicamente como indefinida, mientras que en el segundo ETA se reserva su continuidad o suspensión a los cuatro meses si PNV y EA no ajustan su conducta a lo pactado. EA y PNV asumían nada menos que "el compromiso de dar a partir de hoy los pasos decisivos para crear una institución con una estructura única y soberana (sic), que acoja en su ser a Vizcaya, Guipúzcoa, Álava, Navarra, Lapurdi y Zuberoa". Es decir, lo que intentará ser la fallida Asamblea de Municipios, con el tiempo asimilable a la Constituyente de Chávez por encima de las instituciones "vascongadas" que funcionan de acuerdo con el estatuto. Para ese fin, resultaba inexcusable que PNV y ETA rompieran todo acuerdo con PSOE y PP, "los partidos que tienen como objetivo la destrucción de Euskal Herria". Hasta en el vocabulario era ETA la que controlaba los más mínimos detalles. Consciente o inconscientemente, el PNV se había echado encima ese tutor que ahora rechaza, y un tutor provisto de un látigo del que no dudaría en servirse si las cosas no iban según sus previsiones. La tregua no era, pues, el camino de la paz, sino un recurso para reponer fuerzas en la castigada estructura de los comandos y, sobre todo, de lograr la hegemonía en el campo nacionalista, acercándose al objetivo de la independencia a corto plazo, bloqueado por la vía de los atentados terroristas.

Las perspectivas de éxito para la operación dependían sobre todo de que el cuerpo electoral vasco respondiese a lo esperado por el conjunto de fuerzas abertzales. Había que jugar a fondo con el profundo deseo de paz de la gran mayoría de los vascos, presentando el acuerdo, en su versión pacto de Lizarra, como única garantía eficaz de que ETA suspendiera definitivamente su acción terrorista. El voto a los partidos estatuistas equivalía, de acuerdo con este planteamiento, a destruir la esperanza de paz. El término "ilusiones" encubría la doblez en cuanto a las expectativas: fin del terror para la mayoría social, obtención de la independencia para ETA o de la "soberanía" para Egibar y Arzalluz. Entretanto, la persistencia sabiamente dosificada de las agresiones a partir de los grupos de acción de Jarrai recordaba día a día quiénes eran los enemigos -el PP ante todo, pero también cualquier demócrata que asomara la oreja en público- y a quién correspondía el nuevo monopolio de la violencia. El Gobierno vasco dejaba hacer, en especial cuando quedó acordada la alianza con Euskal Herritarrok: el reciente espectáculo de un consejero del Interior vasco protestando contra Madrid por haber sido detenida una etarra en un control de carretera francés fue un acto grotesco, pero más elocuente que todas las declaraciones sobre el clima de impunidad reinante en Euskadi.

No obstante, a pesar de esa presión, ni en octubre de 1998 ni en junio de 1999 se registró la oleada de votos nacionalistas que permitieran presentar los comicios como otros tantos plebiscitos por la independencia. Después de junio, al comprobarse la inviabilidad de la vía municipalista para ese fin con la Asamblea de Electos privada de las capitales y mayores ciudades, era claro que el cauce electoral, con su señuelo de "democracia vasca", había agotado sus posibilidades.

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Parecía llegada entonces la hora de la reflexión para el PNV, que además se había dejado votos en el intento, ajustando la conducta política a lo que indicaban claramente las encuestas de opinión, y comenzaban a pedir desde dentro los sectores fieles a la tradición democrática forjada en los años 30. Pero el grupo dirigente radical prefirió una huida hacia delante, anunciando por boca de Egibar la pronta presentación de propuestas por la soberanía, núcleo asimismo de la increíble ponencia preparada para la próxima asamblea del partido, con la apología de las pequeñas naciones prontas a poblar de Estados enanos -hasta Suiza e Italia darían lugar a nueve- el panorama europeo. La denuncia del "inmovilismo" de Madrid hacia el resto, avalando inconscientemente un eventual regreso a las armas de ETA, cosa que sin duda ni deseaban ni esperaban. Pero al mismo tiempo ni PNV ni EA estaban dispuestos a seguir al brazo político de ETA, EH-HB, en la verdadera huida hacia adelante: negarse a participar en las próximas elecciones parlamentarias. Para ETA había llegado el momento de plantarse. Tras el comunicado en que la vuelta a la negociación con el Gobierno era presentada en términos de clara provocación para hacerla imposible, la amenaza de volver al terror era inminente. Ahora, ahí está, "hor-dago". El órdago verbal del PNV tenía mucho de farol, el de ETA lleva dentro las bazas de sangre, marca de la casa. Ahí está y ahí estamos.

El regreso del terror es en sí mismo algo trágico, pero casi lo

es tanto la comprobación de que ETA se mantiene en una línea independentista pura y dura, conquista del País Vasco-francés incluida, despreciando totalmente la cuestión de los presos, salvo como consigna de agitación. El espacio de negociación se reduce entonces al mínimo. Al mismo tiempo, era de esperar en contra de tantas previsiones optimistas, pero resulta triste otra confirmación: HB sigue donde estaba antes de Lizarra a la hora de secundar lo que decide el hermano mayor. Su lenguaje se mantiene fiel a las reglas de captación e inversión de los significados propios de nacionalsocialismo: según la declaración hecha pública ayer por la Mesa Nacional de HB cualquier reconstrucción del bloque democrático en Euskadi implica un "llamamiento de guerra, de aniquilamiento, de imposición, fascista en definitiva". Mejor no lo hubiera dicho Goebbels.El mensaje de HB es claro y se dirige, igual que sucediera con el comunicado de ETA, a sus socios, los nacionalistas del Gobierno Vasco. ETA les reprochaba no haber sido consecuentes en su oposición a ultranza a Madrid, y por eso volverá a secuestrar y matar. (Los presos, al diablo). Y HB les propone que la alianza que firmaron como subordinados para evitar la sangre se mantenga cuando ésta vuelva a correr, como si nada hubiese sucedido. Lizarra se justificaba por la suspensión temporal de la muerte y ahora debe seguir cuando la muerte vuelva. Increíblemente, la primera acogida a la propuesta por parte del PNV parece positiva. No estaríamos entonces sólo ante una lamentable baza ganada por el terror, sino ante la instalación del absurdo como amo y señor de la política vasca. Ojalá no sea así.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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