¿Pronunciamiento o independencia?
Es claro que un Estado de Derecho no puede pasarse sin una Administración de Justicia independiente. Por eso los partidarios del Estado y del Derecho, esto es, los civilizados sin más, debemos amplio, permanente y sincero respeto a los jueces, un poder, decía Montesquieu, en cierta manera mudo. Es decir, los jueces no dirigen el Estado no movilizan la opinión, sino que se limitan a expresarse a través de providencias, autos y sentencias y lo hacen sobre cuestiones no sólo formal sino materialmente justiciables.Felizmente, en España la Administración de Justicia en su conjunto, como institución, cumple adecuadamente su función y testimonios recientes hay de cómo los tribunales superiores y el Consejo General son de sobra capaces para corregir y sancionar cualquier desvío. Pero, precisamente en apoyo de tan ejemplar actitud, hace falta alertar a la opinión pública sobre el riesgo de desnaturalizar la función judicial si ésta se interfiriere en las tareas de los otros poderes del Estado so capa de garantizar su sometimiento al derecho. No interesa ni a los jueces ni a la ciudadanía "hacer justicia aunque perezca el Estado". Lo que importa es "hacer justicia para que el Estado no perezca".
Es claro que los tres ejemplos citados a continuación no tienen nada que ver: la inoportuna exhumación judicial del caso Lasa y Zabala; la imprudente inculpación de Pinochet y de los torturadores argentinos; la descabellada -por carecer de fundamento según ha declarado el Tribunal Supremo- imputación de Felipe González en el caso GAL. Pero lo cierto es que en los tres casos las consecuencias, ciertamente previsibles, han excedido con mucho lo que corresponde a un planteamiento judicial. En el primero se reavivó un terrorismo que todos decimos querer erradicar y se erosionaron irremediablemente importantes servicios de seguridad. ¿Acaso no se utilizó políticamente la actuación, por no decir las filtraciones, judicial? En el segundo se han puesto en cuarentena las relaciones hispano-iberoamericanas, dimensión esencial de nuestra política exterior, sin que se justifique en modo alguno sobre ninguna base democrática esta judicialización del poder exterior. En el tercero, aparte de levantar el fantasma de la utilización de competencias judiciales para solventar cuestiones personales y dar pie a una serie de declaraciones políticas a cual más desafortunadas, se ha podido poner en tela de juicio todo nuestro sistema de convivencia democrática. Porque no hay convivencia democrática que soporte el procesamiento de quien ha gobernado legítima y legalmente durante trece años y es dirigente de la alternativa democrática, con el efecto, querido o no, pero anunciado y aplaudido, de descalificar alternativa y dirigente. Mal servicio hace a la convivencia quien contribuye a criminalizar la discrepancia política.
Ni la justicia es, pese a su alegórica representación, ciega, ni quienes la administran pueden ser miopes. El Estado no es una máquina anónima que por un lado celebra tratados, por otro emana actos administrativos y por otro dicta sentencias. El Estado democrático ha de ser un permanente proceso de integración y, por ello, la independencia judicial no quiere decir que la justicia, que según la Constitución emana del pueblo, sea algo ajeno al cuerpo estatal. Su razón no puede ser, a fuer de pura, indiferente a la Razón del Estado, y menos aún, ser una razón mecánica movida por la genialidad individual.
En eso consistía el "pronunciamiento" de los militares decimonónicos. En que un órgano del Estado, sin atender a los demás ni al interés general, utilizaba su condición de tal órgano para hacer una política propia, bien intencionada tal vez, como salvar a la patria ayer o impartir justicia al mundo hoy; pero siempre letal para la cosa pública. Por eso, si juzgamos malos los pronunciamientos militares de nuestro pasado, no deberemos juzgar mejor en nuestro futuro los hipotéticos pronunciamientos judiciales.
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