_
_
_
_
Reportaje:PLAZA MENOR - CAMPO DEL MORO

Jardines de la memoria

Pasear por los jardines del Campo del Moro supone un ejercicio leve y reconfortante para la salud física y mental de los ciudadanos atrapados por el estrés y cegados por la rutina urbana que congestiona las calles y las arterias del centro y de sus residentes. Cambiar semáforos por árboles, asfalto por parterres y setos por jardineras y parapetos metálicos es una terapia gratuita y accesible a todas las edades y condiciones, a dos pasos, cuesta abajo, de la plaza de España.Pero es en el otoño, estación habitada por la melancolía, cuando la visita al parque resulta más terapéutica y salutífera. Cruzar la verja que da acceso a los jardines es sumergirse en un paisaje detenido en el tiempo, dieciochesco, decimonónico o vigesimonónico, si se acepta el término, una burbuja sin contaminar por los embates del mundo que ruge a su alrededor.

La modesta entrada pública, que se efectúa por el paseo de la Virgen del Puerto, no prepara para la majestuosa panorámica del paseo principal, la explanada que asciende en pronunciada pero domada pendiente hacia la fachada occidental del Palacio Real asentado sobre su escarpadura. Despojada de su fuente en la meseta central por obras de restauración, el desnivel, que tantos quebraderos de cabeza dio a los jardineros reales, se hace aún más evidente.

Desde la entrada se bifurca una rústica escalera que desemboca en la parte más baja de los jardines y da cobertura a una gruta artificial. En la glorieta en la que se inicia la pendiente, dos parejas de novios con sus correspondientes cortejos se disputan el escenario para retratarse con el palacio al fondo, inmarcesible marco que los fotógrafos y camarógrafos, aficionados y profesionales de la iconografía nupcial han consagrado.

Un viento traidor y desapacible sopla a rachas descomponiendo las hieráticas poses, aunque a veces colabore sin querer levantando las gasas y los tules del traje de boda para que floten airosamente. Para que el retrato quede bien hay que apartar también a los gatos que viven a su aire entre los setos y las frondas, toman el sol y se acicalan sobre los bancos y se comportan como veteranos pobladores de un territorio que colonizaron hace mucho tiempo y que comparten de forma no muy amistosa con faisanes, pavos reales, cisnes, ánades, palomas y otras aves.

Los gatos lustrosos y bien nutridos parecen entregados a la molicie y poco cazadores, pues se han acostumbrado a la variada dieta de sobras que les ofrendan a diario sus fieles humanas, sacerdotisas de un culto antiquísimo e inextricable que se transmite espontáneamente a través de las generaciones.

Antes de que el nuevo palacio fuera construido sobre los solares del antiguo alcázar real incendiado, los terrenos circundantes sirvieron como cazadero doméstico de Felipe II, que los adquirió y repobló de conejos para entretenerse con su afición predilecta los días en los que los asuntos de Estado le impedían desplazarse a Aranjuez, El Pardo e incluso a la próxima Casa de Campo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Lo de los conejos era puro entrenimiento y entrenamiento para el rey, que solía apuntar a piezas mayores. Los jardines de hoy configuraban entonces un paisaje a medio camino entre "la selva y la dehesa" que sería modificado, reducido, ampliado, diseñado o desdibujado según los gustos de los sucesivos monarcas, especialmente desde los Borbones, que coincidieron y coinciden con sus colegas y antecesores de la Casa de Austria en su pasión por la caza.

Felipe V, que llenó de alegorías cinegéticas los jardines de La Granja, sacrificó, tal vez muy a su pesar, el coto para darle mayor ornato y majestuosidad a la zona palaciega. Carlos III, sin embargo, fue más partidario de sacrificar el jardín para abrirse camino hacia los cazadores de El Pardo en sus frecuentes escapadas de palacio. A Carlos III los cronistas aúlicos y los historiadores cortesanos insisten en llamarle el rey alcalde, aunque él se empeñaba toda su vida en pisar Madrid lo menos posible, tarea en la que obtuvo un considerable y gratificante éxito.

Este fanático depredador con cara de sabueso, retratado por Goya en su pose más habitual, tuvo, eso sí, el buen gusto de dejar los asuntos del reino y de la alcaldía en manos de brillantísimos colaboradores que labraron su magnífica reputación al tiempo que sus palacios y sus obras públicas.

El desinterés de Carlos III por los ajardinamientos de palacio llevó a Sabatini a concebir un diseño pragmático en el que primaba el uso viario de la gran avenida central como camino real de fugas. La fuente, que se han llevado a reparar, la pusieron después y estuvo antes en el palacio de Boadilla del Monte, donde vivió su dorado exilio el infante don Luis, hermano del rey.

Si los parterres geométricos y ornamentales ponen el aire dieciochesco, lo decimonónico y romántico acecha en los senderos y recovecos que cruzan los dorados faisanes y los pavos reales iridiscentes, en los enormes cisnes del estanque y en los quioscos y pabellones exóticos propios del fin de siglo en el que fueron levantados. El "chalet de corcho", que parece morada de duende, o el incongruente "chalet de la reina", que podría ser casa solariega del abuelo de Heidi.

Como un chafarrinón de excelentísima incongruencia en el jardín encantado, el chato pabellón que alberga el Museo de Carruajes luce a ambos lados de su puerta dos estelas de piedra que loan la feliz y oportuna iniciativa de Francisco Franco e invitan a meditar sobre los goces del tiempo perdido en el apresuramiento del mundo motorizado.

Pero cualquier tiempo pasado no fue mejor, como reafirma la memoria del dictador que evocan las lápidas.

En los senderos del parque, parejas en chándal guían los primeros pasos de sus retoños, turistas extranjeros o de interior se fotografían sonrientes y plácidos ancianos remueven la hojarasca con sus leves pasos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_