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Los viejos muchachos RAMÓN DE ESPAÑA

Hace unos días vi en una revista una foto de Joaquín Sabina (chaqueta roja, botines con cremallera, bombín ridículo y cara de tipo duro) y me entró la risa. Es el mismo tipo de risa que me entra cuando veo a Mick Jagger disfrazado de adolescente. En esos momentos, me imagino que les tengo delante y les digo: "Chicos, ¿no creéis que ya os va tocando envejecer con un poco de dignidad?".Últimamente, no me puedo quitar de encima a Sabina. Voy a comprar el diario y mi quiosquero, un muchacho excelente, por otra parte, tiene puesta una cinta con su último disco, 19 días y 500 noches. Me tomo un pincho de tortilla en el bar de enfrente de casa y la cazallosa voz de Sabina suena a todo trapo, explicando una de sus habituales historias de hermosos perdedores y mujeres de bandera. Pongo la tele a medianoche y le veo loar las virtudes del tabaco, hacerse el políticamente incorrecto e incurrir en un machismo tan penoso como el feminismo al que pretende provocar. Este hombre se hace mayor, pero no crece.

Es verdad que no resulta fácil crecer en su negocio, pero algunos lo intentan. Últimamente he adquirido, por una mezcla de curiosidad y nostalgia, algunos discos de gente que me alegró la adolescencia (también me he comprado el último de Tom Jones, Reload, pero eso no sé si es una muestra de lucidez tardía o de senilidad prematura). Así han caído Avenue B, de Iggy Pop, o Hours, de David Bowie. El primero nos muestra a un Iggy cincuentón, reciclado en crooner alternativo, que no tiene nada que ver con el tipejo que me quería partir la cara en 1979 después de que le reventara la rueda de prensa a base de quedarme al fondo de la sala bebiendo whisky, comiendo croquetas y hablando en voz alta. El segundo intenta devolvernos al Bowie de los años setenta, melódico, melancólico, adorablemente pop, y lo consigue a ratos (la canción Thursday child me ha devuelto a 1980, cuando escuchaba de forma obsesiva el último gran disco de nuestro hombre, Scary monsters).

También ha salido el nuevo disco de Bryan Ferry, As time goes by, y también he picado. Más que nada para ver qué hace ese tipo sobre el que escribí un libro en 1982, aunque una entrevista publicada en el último número de la revista británica Mojo ya me ha informado de que el dandi estirado se ha convertido en uno de los nuestros: a sus 53 años, tiene problemas de insomnio, se ha divorciado y los fines de semana lleva a sus cuatro hijos al fútbol.

Cada uno a su manera, Iggy, Bowie y Ferry han conseguido envejecer con una cierta dignidad. Posiblemente, gracias a dos cualidades que Sabina no posee: la autocrítica y el sentido del humor. Que son, precisamente, las principales virtudes de un tipo cuyo disco salió antes del verano en España, Randy Newman. Puede que Iggy, Bowie y Ferry no vendan tantos discos como Sabina, pero saben defenderse solos en las listas de éxitos. Ese no es el caso de Randy Newman, aunque Bad love sea una prueba convincente de que los adultos pueden hacer música pop.

A sus 55 años, y cada vez más cegato, Randy Newman ve bastantes más cosas que Sabina. Así lo atestiguan las letras de Bad love. Por el disco desfilan el propietario de un Lexus que basa en su riqueza el supuesto derecho a acostarse con una jovencita; un cincuentón que va a reuniones del colegio de sus hijos y se pasma de ver a "tanta tía joven casada con tipos sapunos como yo" mientras da vivas a América, "el país en que los ricos cada vez son más ricos y a los pobres no hay ni por qué verlos"; un padre al que le asusta ver a sus hijos crecidos, pues ya no le necesitan "porque viven sus propias vidas y tienen sus propios televisores". Como Eric Bogosian, Randy Newman da voz a los más lamentables estereotipos de su país y se identifica con ellos tanto como los desprecia.

Con humor y autocrítica, este hombre cargado de cicatrices (drogas, alcohol, divorcios, meteduras de pata a mansalva) se desnuda ante los oyentes y se declara culpable de lo mismo que ellos, de ser un habitante del planeta Tierra y, por tanto, pasarse la vida dando palos de ciego.

Se puede llegar a los 50, o a los 40 y 10, con la lucidez necesaria para no hacer el ridículo. Tal prodigio es posible incluso entre los viejos muchachos del rock and roll, como demuestra Randy Newman en su Bad love. La principal diferencia entre Newman y Sabina estriba en que el uno aún ansía la redención y el otro ya sólo espera que abran los bares.

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