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Tribuna:BIOTECNOLOGÍA
Tribuna
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¿Queremos alimentos transgénicos?

En el número del mes de julio de la revista Nature Biotechnology aparecen dos artículos sobre el procedimiento y los resultados en la obtención de plantas transgénicas. El primero de los artículos describe cómo introduciendo en la planta de arroz un gen que produce una proteína de un virus, hace a la planta resistente al virus del que procedía el gen. En el segundo, los investigadores introducen en plantas de patata un gen procedente de otra planta, el tabaco, cuyo efecto es alterar en los tubérculos el contenido de compuestos como la glucosa y la fructosa, entre otros. El ciudadano puede preguntarse: ¿son un avance?, ¿me afectan?, ¿qué opino?Los investigadores dedican con frecuencia unas líneas en la introducción de sus publicaciones para describir el problema y su aportación. Dicen los primeros, el virus en cuestión (RYMV para los virólogos), endémico en África, causa una de las enfermedades que más limitan la producción de arroz en ese continente; su presencia se ha facilitado con la introducción de variedades asiáticas y con las nuevas prácticas agrícolas. Su efecto en la reducción de la cosecha varía entre el 54% y el 97%. Aunque hay variedades autóctonas de arroz que presentan resistencia, esta propiedad no se ha podido transmitir a las nuevas variedades. Por tanto, la ingeniería genética se presenta, a corto plazo, "inevitable" o "imprescindible". ¿Es esto cierto? ¿Va a solucionar el problema? ¿Tiene algún riesgo? ¿Dónde está la polémica? En el otro caso reseñado se trata de la patata, y el problema es que, almacenadas por un periodo prolongado, acaban brotando, lo que las hace inviables para el consumo humano; actualmente esto se evita con tratamientos químicos o con su almacenamiento a bajas temperaturas, y en ambas situaciones se producen transformaciones en los tubérculos que los hacen dulces en exceso y cuando se fríen adquieren un color marrón impresentable. Utilizando un gen de tabaco e ingenio en ingeniería metabólica, las patatas fritas transgénicas no dejan de ser señoritas presentables envasadas al vacío y apetecibles para el consumidor. ¿Nos hacemos las mismas preguntas? ¿Tendríamos las mismas respuestas?

Algo de confusión hay en esta polémica cuando todas las partes parecen tener algo de razón, pero también todas pretenden llegar a conclusiones opuestas e irreconciliables. Pero en estas cosas tanto se pierde por carta de más como por carta de menos, como decía Sancho a Don Quijote. Los alimentos transgénicos son el producto de una nueva tecnología que, como otras que le han precedido, va a suponer un avance en el desarrollo de la humanidad, dicen unos. Los alimentos transgénicos son el resultado de un desarrollo tecnológico aún incipiente, que no se conoce en profundidad y cuyas posibles consecuencias nefastas no se han previsto; además, han sido desarrollados por las grandes compañías para incrementar sus beneficios en una sociedad confiada y entregada, es la opinión de los otros.

En el terreno puramente científico sería difícil no admitir que detrás de este desarrollo tecnológico hay rigurosos estudios de ciencia básica, que los avances se han hecho paso a paso y con filtros que han cerrado el camino al aventurismo y a la falta de seriedad. También sería difícil rechazar que aún quedan lagunas en el saber y, por tanto, bastante impredicción en los resultados que se pueden esperar. Así, en el caso del arroz transgénico, se puede saber con exactitud el gen que se introduce y la proteína que produce el gen. Se puede predecir, y probablemente probar, el efecto que la proteína introducida, vírica, produce en la defensa de la planta frente al virus y en la composición del grano de arroz. Más difícil sería predecir las consecuencias del cultivo de esas plantas transgénicas en relación al medio ambiente, y el efecto de la dispersión de dicho gen a otras variedades, si es que esto ocurre. Un caso diferente es el de la patata transgénica. Posiblemente más complejos los cambios que desencadena el gen de tabaco introducido en la patata, pero más fáciles de predecir y evaluar sus resultados y consecuencias. Se pueden saber, con elevada probabilidad, los cambios de composición de las patatas transgénicas. Se podría evaluar su grado de inocuidad para el consumo. Incluso se podría imaginar el riesgo de dispersión del gen. En definitiva, algo se sabe, no tanto como se quisiera, pero más de lo que la opinión generalizada admite. Pero, ¿existe riesgo?

Como puede deducirse de los ejemplos del arroz y de la patata, cada caso es diferente. Lo que puede ser cierto en un caso probablemente no lo es en el otro. En definitiva, de uno y otro caso se pueden saber bastantes cosas, se pueden predecir con fiabilidad otras, se pueden entrever algunos riesgos y se pueden adivinar otros. La pregunta es, entonces: ¿lo merecen el arroz africano y la patata frita occidental ? La obtención y consumo de elementos transgénicos no está exenta de riesgo, como no lo están el subir en un ascensor, el asistir a un espectáculo de masas o incluso pasear por nuestras calles. ¿Prescindimos del ascensor, del esparcimiento colectivo o de la vida urbana? La pregunta se traslada: ¿cuál es el precio a pagar por este riesgo?

En el terreno científico, el precio mínimo pasa por el trabajo, la dedicación, el estudio, el rigor y, en definitiva, por la inversión económica y de personal de una sociedad que quiera tomar en sus manos su propio destino. De la misma forma, debiera estar claro que el problema social generado por la irrupción de una nueva tecnología no se solventa al ignorarla por insolidaria, sino al encauzarla en un proyecto social. Es cierto que en el concierto de problemas actuales, el de los alimentos transgénicos puede parecer un tema de salón. Pero no es menos cierto que para que la sociedad pondere su aceptación o rechazo ha de hacerse en el contexto de un proyecto colectivo.

La biotecnología agrícola no es una panacea en lo que se refiere a la seguridad en la alimentación; pero, usada de forma juiciosa, puede contribuir a una mejora en la calidad de vida a escala global. Es el momento de tomar un respiro y examinar los riesgos y beneficios, con rigor científico y una fluida comunicación entre disciplinas y estamentos sociales. En definitiva, se debe eliminar toda ignorancia porque, como apuntó Spinoza, la falsedad consiste en una privación de conocimiento que envuelve las ideas inadecuadas, es decir, incompletas y confusas.

Victoriano Valpuesta es catedrático de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Málaga y director del Instituto Andaluz de Biotecnología.

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