LA CRÓNICA Veinticuatro años de paz SERGI PÀMIES
De pequeño me enseñaron a no desear la muerte de nadie con una excepción: Francisco Franco Bahamonde. "Cuando se muera Franco, volveremos a España", decían mis exiliados padres. Luego, en la calle, con los amigos, si alguien me preguntaba hasta cuándo viviríamos allí, yo contestaba: "Hasta que muera Franco".Recuerdo que había otros niños que también deseaban la muerte de alguien. Un marroquí deseaba la del rey de Marruecos. Un portugués la de Salazar. Ocurrió, sin embargo, que Franco no se moría (incluso empezaba a circular el bulo según el cual podía ser, además de caudillo y generalísimo, inmortal). Así que, tras arduas tramitaciones y gestiones en embajadas y consulados, mi madre logró terminar con el exilio de parte de la familia y regresamos.
Pasamos entonces de desear la muerte de Franco a esperar que se muriera. "No le queda mucho", decían sus numerosos enemigos. "Sé de buena tinta que está muy mal", afirmaban otros. "De este año no pasa", soñaba una minoría. Un día, finalmente, tras una agonía que descafeinó la posibilidad de celebrarlo, Franco falleció. Descubrimos entonces conceptos como "flebitis" o "equipo médico habitual". Cerraron los colegios. Las banderas ondearon a media asta. Arias Navarro lloró en televisión a moco tendido. Muchos españoles levantaron el brazo al pasar por la capilla ardiente. Otros tuvieron miedo a lo que pudiera ocurrir y metieron su bastante o mucho dinero dentro de una maleta con destino a Suiza.
Veinticuatro años más tarde, la muerte de Franco sirve para formular kennedyanas preguntas como "¿dónde estabas cuando te enteraste de la muerte de Franco?". O para dividir mentalmente el tiempo biográfico de cualquiera de nosotros en hemisferio Antes y hemisferio Después del 20 de noviembre de 1975. También sirve para que, de repente, unos amigos me cuenten que, el otro día, limpiando la casa de un pariente, tropezaron con un disco titulado 25 años de paz, la palabra de Franco. "Estuvimos a punto de tirarlo a la basura, pero luego pensamos que quizás te gustaría tenerlo". Casi me pongo a llorar. En aquel momento me di cuenta de la importancia de ser más o menos libre en una democracia más o menos imperfecta. Veinticuatro años después de la muerte del dictador, el hijo de unos comunistas perseguidos puede -toco madera- escribir un artículo sobre Franco en un periódico tan tolerante como la sociedad en la que se publica.
Pero volvamos al disco.
Lo que entonces era un mediocre documento propagandístico se ha convertido en una joya. Lo editó el sello RCA Victor y en el capítulo de agradecimientos figuran personajes como Manuel -¡firmes!- Fraga Iribarne, Manuel -¡atento el batallón!- Aznar o Carlos Robles -¡paso ligero!- Piquer.
En el pringoso texto que acompaña el documento, escrito por Agustín del Río Cisneros, se leen cosas tan estimulantes como: "Franco conduce el Movimiento de salvación nacional que libera a la comunidad española de la trágica crisis de disolución espiritual, declive histórico y desintegración social (al borde del abismo comunista) y la lleva a través de un proceso de ordenación y superación a las firmes bases de la actualidad nacional...". Prosa de bigotito recortado sobre el labio superior, de naftalina notarial, de usted no sabe con quién está hablando y que Dios guarde muchos años, de flechas y yugos, de cárceles y tricornios y que alcanza su cénit cuando, sin pudor alguno, concluye con lambiscona admiración: "El ideario de Francisco Franco significa una valiosa síntesis de Tradición y Modernidad, capaz de ofrecer, fundamentar y originar respuestas válidas y eficaces, desde la concepción cristiana de nuestra civilización a las convocatorias exigentes del tiempo nuevo, en esa concurrencia universal que fragua todo futuro".
El disco, de crepitante vinilo, es un resumen de los grandes éxitos oratorios del caudillo en sus primeros 25 años de mandato (o, según se mire, de reinado). La funda es de lo más expresivo. El sol parece la explosión de una bomba. Los pueblos son blancos y están desiertos (la gente está muerta, exiliada o encerrada en casa). Sólo Franco, elegantemente trajeado, sonríe desde su trono. Me cuesta resumir el contenido de lo grabado. En primer lugar, por aburrido. Ésta fue, sospecho, una de sus mejores armas.
Al escucharle, y a pesar del tiempo transcurrido, me invade una mezcla de sopor y de miedo. Su voz, aguda y poco radiofónica, transporta un torrencial caudal de monotonía y demagogia grandilocuente. De vez en cuando, la voz se le rompe, de emoción o cansancio. "La política no es el carro de la farándula (...) y debe practicarse con entereza, sencillez y humildad" (la humildad que le permitió autoproclamarse caudillo y generalísimo, supongo). "Hay que renunciar al éxito momentáneo y buscar la obra eterna bien hecha" (eterna, seguro, bien hecha, parlem-ne). "No cabe una gran obra sin grandes sacrificios" (que se lo digan a los que, sin cobrar y a la fuerza, construyeron el angustioso Valle de los Caídos). "El diálogo es la base de la política" (menudo morro).
Ahora, sin embargo, se me plantea un serio problema. ¿Qué hago con el disco? ¿Dónde lo guardo? ¿Junto a los discos de Raimon, Ovidi Montllor, Víctor Jara, Serge Regianni, Mikis Theodorakis, Paco Ibáñez, Les Luthiers o Semen Up? La verdad es que me da un poco de reparo. Quizás sea mejor esconderlo en el estante de las enciclopedias, entre dos tomos. Allí, en compañía de otros excesos de la historia, pasará más desapercibido y frases como "España constituía, aunque esto nos duela, un país atrasado" no sonarán tan cínicas. Incluso puede que, desde el interior de algún volumen de la enciclopedia, alguien -me conformaría con que fuera alguien decente- se atreva a decirle a Francisco Franco Bahamonde, caudillo de España por la gracia de Dios, lucecita del Pardo, fiel guardián de una patria convertida en reserva espiritual de Occidente, pescador de agua dulce, timonel de tantos megavalores, que España sigue siendo, por desgracia, un país atrasado. Entre otras cosas por culpa de los interminables y afortundamente superados años de paz franquista.
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