Balas transparentes
ENRIQUE MOCHALES
¿A qué iba Pinochet a Londres cuando fue detenido por las autoridades? Hay quien dice que a comprar armamento. Según las malas lenguas de Internet el dictador retirado iba a coordinar los detalles de un importante negocio con la Royal Ordenance y la British Aerospace. Según estas mismas lenguas viperinas era una gestión secreta que se traducía en gastos por un porrón de millones de dólares, con una sabrosa comisión personal para Pinochet. La cuestión de que el gobierno chileno se resistiese a informar sobre las razones del viaje de su senador vitalicio quedaría, según esto, suficientemente aclarada.
El comercio de armas funciona al amparo del secretismo. En 1991, la ONU acordó crear un Registro de Transferencias de Armas, pero cada país hace, en la práctica, lo que le da la gana. El secretismo conlleva que las corruptelas y los sobornos se lleven a cabo con mayor discreción, permite zafarse de la opinión pública o no contrariar las leyes del país exportador. Así que todo se hace con disimulo. Como quien dice, silbando. Según los expertos, el control de la industria armamentista, urgente a todas luces, se puede lograr aplicando medidas drásticas de transparencia que deriven en una vigilancia implacable del comercio de armas, porque uno de los oficios más viejos del mundo consiste en organizar guerras para sacar beneficios. La industria de la guerra, que en muchos casos es llamada, eufemísticamente, industria para el mantenimiento de la paz, es directamente responsable de que la paz salte hecha pedazos.
Si las balas fueran alubias, habríamos solucionado el problema del hambre en el mundo. Pero las balas no se comen y hay que darles un uso, aunque sólo sea con la legítima intención de amortizarlas. La industria armamentista da trabajo a 800.000 científicos y más de 18 millones de obreros y técnicos. ¿Qué sería de ellos sin la guerra? El comercio de armamento aumenta la letalidad y la duración de los conflictos, afecta de manera especial a la población civil, absorbe importantes recursos económicos en los países del Tercer Mundo, aumenta la deuda externa de dichos países, dificulta las resoluciones pacíficas e impulsa la militarización de ciertas regiones del planeta. Y lo peor de todo es que los mismos países que venden armamento tienen después que enviar equipos humanitarios para atender a las víctimas de este armamento, como si la ayuda humanitaria se tratara de un servicio posventa incluido en la venta de armas.
En España no existe ni transparencia ni control parlamentario, y las exportaciones de armamento figuran como "materia clasificada" por acuerdo del Consejo de Ministros de noviembre de 1986. La esfinge tiene secretos. La ley de secretos oficiales sólo permite que tres diputados previamente designados al inicio de la legislatura pregunten sobre los temas reservados, pero sin que puedan difundir dicha información. A pesar del secretismo, se conocen las ventas más importantes, especialmente aquellas de las empresas públicas que fabrican aviones y buques, que son el escaparate de nuestra próspera industria armamentista. Pero nadie dice nada sobre la munición o las armas ligeras. Tras la oleada de repulsa que ha provocado el uso de minas terrestres, se ha sabido que España ha sido siempre, por ejemplo, una tradicional fabricante de minas personales. Ahora hay una moratoria para su exportación, pero su fabricación no ha sido aún prohibida. En cuestión de armamento pesado, nuestros mejores clientes de las últimas décadas han sido Egipto, Irán, Marruecos, Chile, Irak, Turquía, Tailandia, Angola, Corea del Sur, Filipinas, Indonesia, Arabia Saudí y Jordania.
Y nosotros, usted y yo, seguimos sin saber adónde va una bala perdida de la fábrica de Eibar. No sería tan descabellado aventurar que esa bala peregrina made in Euskadi silba ahora mismo a miles de kilómetros de aquí y se aloja en un pecho joven, mientras yo escribo y usted lee este periódico. Sea cual fuere su suerte, no nos enteramos.
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