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Ignacio Ellacuría, 10 años después

Juan José Tamayo

La noche del 16 de noviembre de 1989 eran asesinados en la Universidad Centroamericana (UCA) de San Salvador seis jesuitas y dos mujeres por militares del Ejército salvadoreño. La masacre conmocionó al mundo. Los ocho muertos se sumaban a los 80.000 que hasta entonces había causado la guerra en ese pequeño país centroamericano, donde se había instalado una inmisericorde cultura de la muerte. El teólogo hispano-salvadoreño Ion Sobrino podía haber sido el séptimo jesuita asesinado, pero esa noche no se encontraba en casa. Había viajado a Tailandia para impartir un curso de teología en Hua Hin, a 200 kilómetros de Bangkok. Un sacerdote irlandés le despertó para comunicarle la noticia. "Toda la comunidad, toda mi comunidad ha sido asesinada", fue su comentario. Enseguida se preguntó por qué él estaba vivo. En Tailandia, donde el número de cristianos es muy escaso, alguien le preguntó, entre sorpendido e incrédulo: "¿Y en El Salvador hay católicos que asesinan a sacerdotes?".Diez años después, los jesuitas asesinados no han caído en el olvido. Su figura y su obra han adquirido nuevas dimensiones y han ido creciendo en relevancia social, significación intelectual e influencia religiosa. Durante la década de los noventa se han publicado, póstumamente, importantes obras suyas que gozan de una amplia difusión, permiten descubrir aspectos de su vida y pensamiento desconocidos hasta ahora y abren nuevas perspectivas en el estudio de las disciplinas cultivadas por ellos.

De Martín Baró, vicerrector de la misma universidad en el momento de su asesinato, se ha publicado recientemente Psicología de la liberación, con introducción y notas de Amalio Blanco y epílogo de Noam Chomsky. La relación entre ciencias sociales y compromiso en Martín Baró ha sido estudiada interdisciplinarmente por L. de la Corte. Con su Psicología de la liberación, el vicerrector de la UCA intenta responder a la cruenta represión política, el desprecio a los derechos humanos y la creciente exclusión sociocultural y económica en que viven sumidos, todavía hoy, los pueblos latinoamericanos. Esos fenómenos son expresión de la pobreza radical de la humanidad en todos los niveles de su existencia, que Walter Benjamin describió tan certeramente de esta guisa: "Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otras de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño, por cien veces menos de su valor, para que nos adelanten la pequeña moneda de lo actual".

Martín Baró critica las carencias de los modelos dominantes hoy en psicología: el positivismo, con su ceguera para la negatividad y para la utopía; el individualismo, cuya principal limitación consiste en reducir al ser humano a ser individual y negarle toda radicación comunitaria; la visión homeostática, con su valoración negativa del cambio y del conflicto; el ahistoricismo, con su afirmación de la existencia de una sola y única naturaleza y su ceguera para descubrir las diferencias culturales.

Como alternativa propone una sugerente hipótesis de trabajo: "Si la psicología latinoamericana quiere ser verdaderamente un vehículo de liberación, ello exige como condición esencial el que ella misma se libere de sus propias cadenas. En otras palabras, realizar una psicología de la liberación exige primero la liberación de la misma psicología".

De Ignacio Ellacuría, rector de la UCA cuando fue asesinado, han aparecido póstumamente dos de sus obras mayores: Filosofía de la realidad histórica -en edición preparada por Antonio González-, que es un intento muy logrado de superar la clásica dicotomía entre idealismo y materialismo, y Mysterium liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación -codirigido por Ion Sobrino-, que es, a mi juicio, la más completa sistematización de la teología latinoamericana de la liberación. Se multiplican, asimismo, los ensayos e investigaciones sobre Ellacuría: R.Alvarado se ha centrado en los diferentes aspectos de su personalidad; J. Sols Luci ha estudiado las relaciones entre teología y ciencias sociales; J.A. Senent de Frutos ha investigado en el pensamiento filosófico en torno a los derechos humanos, que constituye una de las claves fundamentales de su vida y ocupa un lugar central en su reflexión ético-política; I.Sobrino se ha centrado en las aportaciones teológicas del que fuera amigo y colega durante cuatro décadas.

Lo que se deduce del conocimiento de la vida de Ellacuría y del estudio de su obra es que estamos ante una rica personalidad, donde conviven armónicamente plurales dimensiones: el teólogo y el filósofo, el profesor universitario y el analista político, el intelectual comprometido y el mediador en los conflictos, el comunicador y el polemista.

Su aportación más original en el plano teórico es, sin duda, la propuesta de una filosofía y una teología posidealistas, cuyo método es la historización de los conceptos y cuyo principo inspirador es la praxis histórica. La historización de los conceptos se presenta como correctivo al uso ideologizado (= falseador) y ahistórico de los mismos. Con dicho método pretende desenmascarar la trampa idealista -tan presente en la teología y la filosofía tradicionales, así como en el lenguaje político-, que adormece las conciencias e impide enfrentarse con la realidad en toda su crudeza. La historicidad forma parte de la estructura del conocimiento filosófico y teológico. La historia es el lugar de realización y verificación de la ética. Pero la historia no pensada idílicamente, sino vivida en toda su conflictividad.

Su reflexión teológica se rige también por el método de la historización de los conceptos fundamentales del cristianismo: revelación, salvación, gracia, pecado, Iglesia, Dios, Jesús, presentados tradicionalmente de forma espiritualista y evasiva. La historia es el lugar de la revelación, la mediación del encuentro con Dios y el escenario de la salvación o del fracaso de la humanidad.

En el terreno político, Ellacuría destacó por su función de mediador en el conflicto que desangró a El Salvador durante más de una década. Él estaba convencido de que la paz era posible, pero no a cualquier precio, sino siempre que estuviera cimentada en la justicia. No fue, sin embargo, un mediador ingenuo, ni fácilmente manipulable. En su análisis de la violencia en América Latina distinguía tres clases de la misma: la estructural, la revolucionaria y la represiva. La estructural está instalada en el sistema injusto. Es la violencia primera y más grave, ya que mantiene a las mayorías populares en situaciones infrahumanes, atenta contra su dignidad y, con frecuencia, llega a destruir su vida. La violencia revolucionaria es una violencia derivada, que intenta responder organizadamente a la violencia originaria luchando por unas estructuras más justas y humanas. La violencia represiva es la respuesta del Estado y de las clases dominantes a toda protesta popular -violenta o pacífica-, recurriendo incluso a prácticas terroristas, como la que terminó con su vida.

Conforme a sus convicciones religiosas, Ellacuría mostraba su preferencia por métodos no violentos. "El evangelio -afirmaba- está más en favor de los medios pacíficos que de los violentos, más en favor de la paz que de la guerra, más del servicio que de la dominación, más del amor que del enfrentamiento". En la confrontación armada entre la violencia estructural del sistema injusto de El Salvador y la violencia del FMLN, propició siempre la negociación como única salida. Apenas una semana antes de su asesinato, cuando se encontraba en España, recibió una carta del ministro de la Presidencia de El Salvador invitándole a mediar entre el Gobierno y la FMLN. Con razón Sols Lucia define a Ellacuría como "hombre de paz en medio de la violencia". Al final, su apuesta por el diálogo y la negociación dio sus frutos.

Juan-José Tamayo es teólogo, autor de Por eso lo mataron.

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