Tengo un sueño
Tan sólo 24 horas. Quien quiera cambiar el mundo debe apresurarse. En mi sueño soy primer ministro de Israel. Mi batuta dirige una nueva y maravillosa sinfonía: el tratado sobre la convivencia confederativa, amistosa entre Israel y Palestina. Con esta obra creo lo que aquí y hoy parece imposible de realizar: la igualdad de derechos de estos dos pueblos del Cercano Oriente. El contenido de la obertura: Jerusalén se convierte en capital común. Este lugar santo debe, desde ahora mismo, ser patria por igual para cristianos, musulmanes y judíos. Jerusalén tiene para mí el sonido polifónico de una ciudad que, más aún que Roma o Atenas, es testigo de los días legendarios de la historia humana.Es jueves, ocho de la mañana. Hace sol, el aire es suave, un hermoso día de otoño, adecuado para entrar en la historia. El filósofo Baruch Spinoza llama a la puerta de mi residencia, que está enfrente, en sentido oblicuo, al muro de las lamentaciones. Le he elegido a él, que lleva 300 años muerto, por consejero. Ha traído homus, mi manjar predilecto. Hay además zumo de naranjas recién exprimidas y café fuerte. Apenas nos hemos confortado suena el teléfono. Es mi amigo Edward Said, que en la vida real es profesor de literatura en la Columbia University, pero que en mi sueño le han elegido los palestinos para firmar el tratado. "Eh", le digo, "¿dónde andas? ¿Queremos hoy acordar la paz y tú te retrasas?". Cuando por fin llega, Spinoza, Said y yo sabemos que no hay vuelta atrás. Lo primero que establecemos es que el tratado de amistad entrará en vigor a partir del 15 de mayo, pues en esa fecha, hace hoy 51 años, lucharon entre sí los dos pueblos. Para los judíos fue la "guerra de la independencia"; para los palestinos, "Alnakbah": la "catástrofe". El día de la guerra de ayer debe ser desde ahora el día de la paz de mañana.Las condiciones deben cumplirse. De lo contrario, el tratado no vale lo que el papel donde se ha escrito. Los dos países deben comprometerse a cooperar uno con el otro, y a hacerlo de modo tan estrecho que se asegure el futuro por siempre, no sólo económico, sino cultural y científico. Es decir: Palestina e Israel se abastecen mutuamente, de manera tan estrecha como los miembros de una familia. Para ello, naturalmente, se necesita también solidaridad. ¿Qué pasa con las cantidades de la indemnización de los bancos europeos por las cuentas de judíos expoliadas durante la época nacionalsocialista? Mi idea es: si ya no hay supervivientes en Israel a los que pueda hacerse llegar el dinero, Israel debe donar millones de dólares a los refugiados palestinos.
Soy partidario de que los dos países conserven las armas. Israel debe poder defenderse frente al mundo árabe, y Palestina debe mantener su capacidad de defensa por razones psicológicas. La fuerte religiosidad de los judíos supone una gran dificultad. Yo incluiría opcionalmente en el tratado que ya es hora de que en Israel se separen el Estado y la Iglesia, como ocurre por lo demás en el mundo occidental. Yo haría todo lo necesario por los religiosos y por el estudio de la religión, pues al fin y al cabo el judaísmo es casi una ciencia, y el Talmud no es solamente un texto que se declama. Pero, ¿cómo recorto la influencia de las fuerzas religiosas radicales?
El tratado prevé la fundación de un nuevo servicio secreto interior, pero yo lo integraría con la policía y el ejército en un ministerio conjunto. ¿Qué tal si se llamase "Ministerio de la Paz"? A la cabeza de este departamento colocaría a un jurista y no a un militar. Éste tendría que ocuparse de que hubiera transparencia y un estilo de trabajo que no diese la menor oportunidad a los halcones entre los militares. En mi sueño surge una situación totalmente nueva para muchos seres humanos. Vendrán unos tiempos temperamentales, en los que se dará también un cierto exceso de emociones. Y cuando alguien perturbase la paz se condenaría a esa persona a pasar cinco años en una especie de prisión en la que también se internase a palestinos. Una especie de penitencia basada en la educación. Allí, los que delinquieran contra la paz tendrían que mirarse mutuamente a los ojos.
Cuando ya hemos establecido tres puntos angulares del tratado entran huéspedes. Intelectuales, músicos, escritores y filósofos israelíes y palestinos. Su opinión es una piedra de toque para la obra. El aire está lleno de humo de tabaco que sube hacia lo alto. De repente, llaman. Se hace silencio en la estancia. Las cabezas de mis invitados, cual si estuvieran programadas, se vuelven en dirección a la puerta de entrada. Han llegado David Ben-Gurion y Nabul Abdul Nasser. En mi sueño se han convertido en aliados, y no aceptan mi tratado. Se dirigen hacia Said y hacia mí, levantan el dedo en el aire, sueltan palabras tales como traición a Israel y traición al nacionalismo árabe.
Sin dejarme impresionar les explico que ya es hora de que se abandone el control de más de un millón y medio de palestinos. Tenemos la obligación de seguirnos desarrollando. No sólo por razones morales, sino también por necesidad, en pro del futuro del judaísmo. El Estado de Israel corre el peligro de convertirse en gueto por sí mismo, si no aprende a hacer la paz y abrir sus fronteras a todo el mundo. Es de una importancia vital que mi pueblo entienda que no se trata de hacer ningún favor a los palestinos, sino que es la única oportunidad que tenemos de seguirnos desarrollando como judíos. Pues quien se consume en la guerra no tiene fuerzas para el futuro en la paz. A Gurion y Nasser les impresionan estas palabras. Y entonces introduzco un chiste que ilustra perfectamente el desgarramiento interior de nuestro pueblo: cinco judíos se encuentran para esclarecer que es lo importante para el hombre. Moisés se lleva la mano a la frente y dice: el pensamiento. Jesús se la lleva al corazón y dice: la compasión. Marx se coloca la mano sobre el estómago y dice: la comida. Freud se toca la entrepierna y opina: el sexo. Einstein se agarra la rodilla y dice: "Todo es relativo". Este chiste explica por qué los judíos son un pueblo lleno de dudas.
La jornada termina con una celebración. Es hora de cenar. La mesa está bien provista: hay platos preparados según el rito judío junto a exquisiteces árabes. Se acerca Einstein. Está un poco malhumorado porque cree que mis planes quedarían destrozados en el campo gravitatorio entre los dos bandos. Se sienta al lado de Spinoza, que no se cansa de explicarle que es posible sacar fuerzas de la creencia en una causa. También está ahí, naturalmente, el dramaturgo Heiner Müller, ese hombre inteligentísimo y maravilloso. Fuma un puro muy largo y dice palabras tales como: "Shakespeare se sirvió de Hamlet como alter ego para cambiar el mundo". Toleraríamos la presencia del canciller federal alemán Gerhard Schröder si regalara una caja de "Cohibas" a cada uno. Ludwig van Beethoven se sentaría al final de la mesa, con la cabeza gacha, dibujando notas ensimismado, pensando en un grandioso himno para los dos Estados. Richard von Waizsäcker, con buen aspecto como siempre, gran estadista, amigo de Israel, pone el acento en las cosas que Berlín y Jerusalén tienen en común. Estoy preguntándome precisamente si no debería convertirse en el primer alcalde de la capital Jerusalén, cuando entra por la puerta Martin Luther King. Me dice: "You have a dream, Barenboim, isn"t it?" . Me agarra por los hombros, me acaricia el pelo y dice: "No sé si debería reír o llorar, pues tú vives todavía y yo estoy muerto".
¿Es todo solamente un sueño? A pequeña escala lo he realizado. He fundado una orquesta en la que tocan juntos músicos judíos y palestinos, como si siempre hubiera sido así. Utilizo la música para desterrar la enemistad. Es insoportable la idea de que entremos en el nuevo milenio y Oriente Próximo se quede atrás y siga siendo lo que ha sido en este siglo: un barril de pólvora, una región del odio y del afán de satisfacción nacionalista. En mi sueño disponíamos de 24 horas. La política puede tomarse más tiempo, pero no dispone de un tiempo infinitamente más largo.
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