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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Museo de museos SERGI PÀMIES

"Lo que más me gusta de los museos son sus tiendas, librerías, cafeterías y restaurantes", suele decirme una amiga. Si alguien le pregunta por este o aquel museo, ella enseguida responde alabando las camisetas que se venden en uno ("las del museo Van Gogh de Amsterdam son mis preferidas") o la comida de otro ("excelente el self-service del Centre Georges Pompidou y muy bonita la vista"). Y aunque no llega a expresarse con la contundente irreverencia de Michel Leiris, que decía: "Nada me parece tan idéntico a un prostíbulo como un museo", mi amiga casi nunca habla de arte expuesto, sino de su mercadotecnia derivada.Todo esto viene a cuenta de la tienda Museum Store (en Barcelona, calle de Rosselló, 248), que acaba de cumplir su primer año de vida. Se trata de un local especializado en productos de tiendas de museos de todo el mundo. Su ideólogo y fundador, Ramón Llinàs, decidió combinar su afición al arte y su vena coleccionista con un negocio que fuera, además de rentable, una excusa para extender el buen gusto más allá de las paredes de un museo. La visita vale la pena. En muy pocos metros cuadrados, el cliente puede pasear, sin cansarse, por distintos museos del mundo a la vez. Pero no a través de sus exposiciones, sino admirando algunos de esos objetos que, sin perder el valor de pieza de regalo ni caer en el manierismo del souvenir, se salen de la clásica corbata, la recurrente estilográfica o el enésimo jersey.

Junto a la entrada, la pieza más irónica de la tienda: una reproducción hinchable, gigante y en tres dimensiones, del angustiado protagonista de El grito, de Edward Munch. A partir de aquí, se abre la veda de la variedad. Bolígrafos con un taxi descendiendo del museo Guggenheim de la parte alta de Manhattan al del Soho, otro bolígrafo -primo hermano de Johnny Walker- de las National Galleries of Scotland, reproducciones en miniatura de piezas de arte griego o romano, lupas del Guggenheim de Bilbao... El recorrido produce una curiosa sensación de vértigo. De repente, la historia del arte es abducida por la historia del comercio, mucho más pedestre y más productiva. El impresionismo cabe en un calendario, el surrealismo decora una agenda, el futurismo soviético es reciclado para ilustrar una colección de esos imanes de nevera que utilizamos para sujetar notas tan profundas como, por ejemplo, "hay que comprar yogures". Llaveros de Keith Haring, pañuelos picassianos, pendientes hindúes o pulseras africanas, todo queda relativizado por el encanto del código de barras. La retina tiene que trabajar a todo ritmo para percibir los matices de una lámina de La cortesana Hanaogi o para comprender que el muñeco de peluche que preside uno de los estantes es tremendamente surrealista. Y, de vez en cuando, para compensar tanta mezcla de osadías, una pieza artísticamente intachable: el catálogo de una exposición del Grand Palais o una estupenda colección de discos compactos del Museo de Arte de Filadelfia que ilustra musicalmente la biografía de artistas como Brancusi, Mackintosh, Degas, Cézanne o Kahlo. Sin poderme reprimir, le compro a mi amiga un compacto de Mackintosh -música escocesa tradicional y de principios de siglo- y el de Frida Kahlo, que incluye el excepcional Salón México, de Manuel M. Ponce.

Cuando llego a casa, invito a cenar a mi amiga. Le digo que tengo un par de piezas de tienda de museo que podrían interesarle. Acude impaciente, con el hambre de un adicto. Abrimos unas botellas de whisky y de tequila y, mientras suena la música, vemos caer la lluvia. Escuchamos alternativamente una melodía mexicana (que acompañamos con tequila) y otra escocesa (que regamos con whisky). Enseguida brotan los primeros recuerdos. "¡Qué bonito era el vestíbulo del Museo de Calouste Gulbenkian de Lisboa!", digo. "Allí me compré un paraguas con un estampado de Kandinsky", dice ella. "¿Y tu camiseta psicodélica, era del Museo de Arte Moderno de San Francisco?", pregunto. "No: del museo didáctico Vasarely, en Gordes", responde. Suena la banda sonora de la vida de una Frida Kahlo cada vez más escocesa y de un Charles R. Mackintosh que, gracias al espesor de su bigote, consigue parecerse a Pancho Villa. Si la historia del arte cabe en un cenicero, ¿por qué no iba a caber la historia de las tiendas de los museos del mundo en una pequeña tienda de la calle de Rosselló?

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