LA CRÓNICA Lo que da de sí una almendra ISABEL OLESTI
Coger 400 gramos de avellanas crudas y molidas del Baix Camp, seis huevos, 250 gramos de azúcar integral, seis cucharadas soperas de pan rallado y dos cucharaditas de levadura; mezclar y hornear en un molde untado con mantequilla. Esta receta que aún no he probado me la pasaron el otro en día en Gispert, Mestres Torradors. Paseando por las inmediaciones de Santa Maria del Mar, en el popularísimo y cada vez más de moda barrio de la Ribera, uno no puede resistir la tentación de entrar en esa tienda de la calle de Sombrerers guiado por un aroma que mezcla las almendras tostadas con el café recién molido. Nada más cruzar el umbral entramos en una especie de paraíso terrenal para los amantes de los frutos secos, el café y las especias.En 1851 abría la tienda el primero de los Gispert, aunque por entonces sólo se vendía al por mayor. En aquel tiempo todas esas calles cercanas al Born eran una gran zona comercial; se importaba y exportaba a media Europa y los almacenes de mayoristas proliferaban -algunos de la calle del Comerç aún hoy se llenan de clientes-. El último Gispert, Enric, fue un prestigioso crítico musical, un gran liceísta y profesor del cantante Raimon. Enric murió sin descendencia y su viuda decidió cerrar el negocio; en eso estaba cuando un día aparecieron Sisco y Ricard Margenat, dos hermanos de Santa Eulàlia de Ronsana que traían setas y trufas para vender. La viuda de Gispert les dijo que ya no necesitaba nada porque cerraba la tienda y ellos hicieron un cop de cap y la compraron. De esto hace ocho años y en este tiempo el local ha dado otro giro.
Cuando entré en Gispert, Joan estaba a punto de poner en el horno de leña cinco kilos de avellanas sin piel, especiales para la salsa romesco. Joan ha aprendido el oficio de Jaume, mucho más veterano, y él de su antecesor. Es un arte que requiere gran precisión porque es cosa de segundos que el fruto se queme o quede tostado a la perfección. El calor ambiental, la humedad, la leña mojada o demasiado seca influyen en el resultado final. Al lado del horno hay un montón de troncos de roble y olivo que, según Joan, aguantan más la temperatura y dan un sabor especial. "No tiene nada que ver un fruto tostado en leña o en gas", comenta satisfecho mientras da una vuelta al recipiente antes de ponerlo al fuego. "Es como comer un bistec en una plancha o a la brasa", corrobora Mariona, la encargada de la venta al detall.
Mariona me enseña todos los rincones de la tienda. Las paredes fueron restauradas y ahora lucen su primitiva piedra. El mostrador, las balanzas y los estantes son los mismos de hace casi 150 años. Hasta han conservado el arte de envolver los frutos en cucurucho. Lo que sí ha cambiado son los productos. Ahora tuestan anacardos, cachuetes, pistachos... y han conseguido que los frutos secos lleguen a ser considerados delikatessen: tomates secos macerados en aceite, orejones de melocotón, higos macerados en mistela o almendras con miel, azafrán de La Mancha... Nunca hubiera imaginado, en mis años mozos, cuando ayudaba a mi padre a la tan fastidiosa recogida de almendras, que algún día aquel simple fruto se pudiera convertir en un refinamiento. Para mí, que vivía rodeada de almendros y avellanos, aquellos frutos eran sinónimo de polvo, calor y mal rollo, porque cada fin de verano nos tocaba a mis hermanos y a mí colocarnos un pañuelo en la cabeza y varear, es decir, golpear con unas cañas las ramas para que la fruta caiga encima de las borrasses (una especie de red). Normalmente las mujeres eran las que iban detrás de los vareadores para recoger las almendras que caían fuera de la red. Para distraernos colgábamos un transistor de alguna rama y acabábamos cantando todos. Mientras, mi madre nos preparaba una comida campestre. Eran otros tiempos que rememoré en Gispert, aunque las posibilidades de la almendra ya las había descubierto con los requisitos culinarios a que nos tenía acostumbrados mi madre.
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