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Tribuna:EL DARDO EN LA PALABRA
Tribuna
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Calcinar

Me cuento entre los peores televidentes del país, pero no tanto que llegue al ayuno y, menos aún, a la abstinencia de carne. Zapeo, veo y, normalmente, vuelvo al zapeo. Sin embargo, el lenguaje que sale del aparato me retiene bastante. Lo que se ve es fuerte, esos concursos talentosos donde se remunera con diez mil duros por saber qué río baña Miranda de Ebro; o esas impresionantes controversias sobre "famosos" que se entreacuestan por hastío y lucro; o con padres llorando de gozo cuando su criaturita se contonea y desgañita, la pobre, imitando a alguna cantante españolísima; o, aún más "humano" -así dicen-, las cuitas de quienes exhiben su intimidad. Están, como perfección última, las series indígenas, habladas pavorosamente por abundantes actores.Pues bien, aun siendo casi todo perfectamente harapiento, lo es aún más el lenguaje revolucionario que emplean las TV (superadas tal vez por las radios). Así, un noticiario que, al menos ese, debería pasar por filtros más rigurosos, ha contado que los desventurados supervivientes de una patera marroquí, tras saltar a tierra, "se mimetizaron entre la vegetación próxima", esto es, adquirieron el aspecto de la fronda circundante; pero no: sólo se quería significar que tomaron el olivo. Pues digámoslo así con mayor cultura y modernidad: el ladrón me ha arrancado el reloj y se ha mimetizado; al igual que se mimetiza ese banderillero cuya tirante y oronda taleguilla ha irritado al toro.

No pasa día sin que oficiales y privadas peguen quince o veinte arreones parecidos al idioma. Los dan en casi todos los programas, y son más de sentir, por su naturaleza, en los noticiarios que, a la hora de comer o cenar, se ensañan mostrando cadáveres escarnecidos, manchas de sangre o sesos, llagas con moscas y vísceras frescas. Momentos hay, sin embargo, en que se rinde culto al chisme brillante y a los fastos de la vida social; ¿cómo olvidar a este apuesto actor yanqui con quien tantas mujeres aspirarían a un vis a vis, a pesar de que hoy festeja su sesenta onomástica? Así pues, a pesar del soberbio aspecto que exhibe, sus huesos ya han sido baqueteados por muchos Saint Charles. Y hoy, que es Saint Charles, soplará en la tarta la vela sexagésima. Obviamente, el redactor de esa interesante noticia confunde los cumpleaños con los santos.

Turbación semejante obnubiló el habla del locutor que traducía a palabras los trotes que veíamos en el reciente partido Madrid-Barcelona: "Es el último derbi del milenio", decía encareciendo la trascendencia de aquel vivo vaivén del balón. "¡El último del milenio!", volvía a repetir insistentemente, por si alguien se había adormecido. ¿Era verdad? ¿Qué catástrofe impedirá que vuelvan a chocar esos equipos el año 2000, en que efectivamente acaba el milenio? Si esto no fuera así, el actual constaría de 999 años: serían mil años mal contados. ¡Cuántos píndaros de estos precisarían a su lado un maese Pedro que les enfriara el énfasis! Con lo cual, no cabe ignorarlo, irían al paro.

Por eso, se defienden hablando la jerga profesional que, en el fútbol, empezó utilizando chut o chutazo, tiro, disparo, cañonazo y otros sinónimos así de sencillos: con el chut nos metía un gol el inglés, pero las otras metáforas volvían a introducirnos en tierra propia: simples tropos, diría un lacónico. Sin embargo, en la busca del clímax impetuoso a que se entregan los locutores de audiovisuales, el zapatazo se les está comiendo el terreno; y aquí no hay metáfora, sino invasión. Ya hay mucha fantasía en llamar zapato a ese calzado de los futbolistas, que, en portugués tiene el nombre cautivador de chuteiras y que, en español, tuvo y aún conserva el genérico nombre de botas (borceguíes dicen algunos, más precisos que breves). Pero a nadie se le ocurrió llamar botazo al chut; el zapato, sin embargo, goza del privilegio aumentativo. En efecto, el zapatazo es el golpe dado con el zapato (inevitable Jruschov), y, a veces, el puntapié: "Echar, tratar, llamar a una puerta a zapatazos". Nada parece oponerse, pues, a que esta delicadeza entre en el recinto sacro del balompedismo, ya que el chut se da con esa punta. Pero hay algo que choca sin duda a los bien amigados con su idioma. Y es que el zapatazo se da con enfado o ira para maltratar a una persona o cosa, lo cual no ocurre en este juego; porque el futbolista no quiere reventar el balón ni dejarlo en cueros muertos. Por el contrario, pone su anhelo en convertir la bola en vivísimo obús: no ha deseado descalabrarla, sino persuadirla razonablemente, amorosamente a veces, de que vaya a la red. Aquí el zapatazo lo recibe el idioma.

A diario pueden oírse docenas de errores, como el de la onomástica, o el que cometió un hermoso busto cuando, la pasada semana, en un programa "cultural", llamó Sadé al obsceno marqués: son fallos personales que quedan en eso, y, por tanto, de escaso efecto sobre la lengua común; todos nos equivocamos (la frondosidad de dislates entre quienes hablan en público es lo preocupante). Pero hay ignorancias y haraganerías peligrosas especialmente, las que se contagian a otros, y además achican el idioma.

He aquí un caso notable de común empequeñecimiento. Calcinar es una vieja palabra que la Academia definía en 1729 como "reducir a polvo los metales u otros materiales sólidos por medio del fuego". La definición sufrió varios cambios poco sustanciales hasta la última, que reza: "Reducir a cal viva los minerales calcáreos...", y "Someter al calor los minerales de cualquier clase para que de ellos se desprendan las sustancias volátiles". En la lengua española sólo se calcinan, pues, los minerales. Sin embargo, la TV muestra a diario piltrafas humanas renegridas, diciendo que están calcinadas. Y es que el francés, aunque cuenta con charbonner, "reducir a carbón", emplea calciner para significar "reducir a carbón o a cenizas". A pesar de que la cal es blanca, los cadáveres achicharrados y las ciudades bien chamuscadas están, según nuestros medios, calcinados. Otra palabra, carbonizar, carbonizada.

Igual que cómputo, voz tan apta para noches electorales como la reciente. Los votos se cuentan, y esa acción consiste en computar. No oí cuanto se dijo esa noche, pero sí casi: ni una sola vez sonaron en las largas y engañosas informaciones esas dos palabras tan evidentes: "Se están computando los últimos votos" o "El cómputo acabará pronto": siempre el tozudo recontar, que, aunque sea legítimo, resulta tan pelmazo como la espera.

Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real Academia Española.

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