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¿Quién le pone el cascabel al gato?

Traen los periódicos estos días la noticia -¿escandalosa?, ¿esperanzadora?- de que políticos de las comunidades de Aragón, Baleares, Cataluña y Valencia se reunieron con ocasión de los Premis d"Octubre y la concesión de uno de los galardones a la D. G. A. O sea que son todos los que estaban, aunque no estuviesen todos los que son. Me imagino que lo que algunos lectores esperan es que les eche en cara a los ausentes sus sonoros novillos. No lo voy a hacer porque soy consciente -y esos lectores también- de los límites de la realidad. Las realidades electorales y la historia reciente de muchos desencuentros comunitarios valencianos no permitían, hoy por hoy, otro auditorio. Pero mañana no es hoy, así que mañana ¿quién sabe?Al fin y al cabo, el hecho de que se conceda un galardón a la Diputación General de Aragón debería hacernos reflexionar. Porque los políticos aragoneses no lo tienen más fácil que los nuestros. Muy al contrario. En Aragón el valenciano no es la lengua materna de la mitad de los habitantes, tan sólo la de 50.000 personas, algo más del 4 % de la población. Tampoco es menor que en la Comunidad Valenciana la reticencia de muchos ciudadanos aragoneses hacia el supuesto colonialismo cultural de la región vecina. Y, sin embargo, el gobierno aragonés actual se atreve a promover una política de sentido común que, todo hay que decirlo, continúa la del gobierno anterior, de signo contrario. Viene a ser la imagen invertida de nuestra propia historia reciente, con una sucesión opuesta de filiaciones políticas y, sobre todo, con una práctica de gobierno enteramente diferente. Los esencialismos históricos gustan de creer que el pasado es inamovible y que hay razones casi metafísicas que obligan a los pueblos a ser lo que son y a continuar haciendo lo que hicieron. Evidentemente, este punto de vista está bien para las fábulas y para las películas de Hollywood, pero se compadece mal con la razón. Cada comunidad sociopolítica tiene el horizonte de expectativas que en un cierto momento le conceden las circunstancias y el ánimo de sus integrantes.

Nada más, es verdad, pero también nada menos. Porque, aunque muchas cosas puedan cambiar, siempre queda un fondo último de necesidades económicas y de actitudes culturales que permanece incólume. El Magreb de hoy no tiene nada que ver con el de la época romana, cuando África era una de las provincias más prósperas del Imperio y la cuna, por añadidura, de la patrística cristiana. Sin embargo, la realidad de su territorio, aprisionado entre el desierto y el mar, lo conceptuaba como una unidad en el imaginario de los antiguos y lo sigue concibiendo así en la actualidad. Sólo que ahora habla árabe y practica la religión musulmana. Desde el siglo XVIII, desde que los Decretos de Nueva Planta fueron privando a los reinos de la Corona de Aragón, uno tras otro, de sus libertades, estos perdieron muchas cosas, pero lograron conservar hasta comienzos de nuestro siglo el sentimiento comunitario, la convicción de que dicha confederación, bien que laxa y reducida al vínculo de la realeza, respondía a unas razones objetivas.

Hoy este sentimiento se ha perdido. Y de nada sirve confundir la realidad con nuestros deseos. No es sólo que los del sur se sientan distintos de los del norte, es, también, que los del norte ven a aquellos como extraños. Y lo mismo cabe decir de los del este y de los del oeste. Los cuatro pueblos que habitan los cuatro puntos cardinales de la antigua Corona de Aragón hace tiempo que van por libre.

La cuestión es si dicho divorcio resultaba inevitable o si supuso un cierto forzamiento de la realidad, realidad que más pronto o más tarde volverá por sus fueros -de fueros iba la cosa, en efecto-. Tengo la impresión de que el tratamiento que se suele dar en los medios y en los cenáculos intelectuales a la Corona de Aragón es parecido al que se suele dispensar al Imperio austro-húngaro, la evocación nostálgica de una época gloriosa y romántica que sólo se justificaba por la dinastía de los Habsburgo, con Sisí como mito edulcorado. En otras palabras, que después de haber resistido dos siglos la propensión al extrañamiento mutuo que los decretos borbónicos impusieron a los pueblos del oriente peninsular, sus minorías bienpensantes acabaron por aceptarlo y por arrojar la toalla. El problema es que, cualquiera que se tome la molestia de echar un vistazo al mapa de uno y otro territorio confederal, advertirá diferencias patentes entre ambos. El Imperio austrohúngaro era un puzzle de ecosistemas, de culturas, de religiones y de etnias, pero la Corona de Aragón consistía básicamente en una franja mediterránea limitada por el Pirineo y por el Sistema Ibérico, en un antiguo pueblo romanizado, el de los iberos, y en una comunidad cultural unitaria durante siglos. Con dos lenguas, eso sí. Pero con dos lenguas que se hablan, en proporciones diferentes, en todas y en cada una de sus regiones históricas.

Es posible que alguna vez seamos capaces de sustraer la polémica de las relaciones entre comunidades españolas vecinas al áspero escenario de la lucha de los partidos por un puñado de votos. Por ejemplo, el que, como acaba de suceder, PP, PSOE y EU se hayan unido (!) para obligar al Ministerio de Fomento a destinar partidas al eje ferroviario Sagunto-Somport, indica que no hay que perder la esperanza. Falta hace. Y es que las miserias de la política nos impiden ver a menudo lo que conviene a la polis. El vaciamiento de las competencias de los Estados en el seno de la Unión Europea no debería traducirse sólo en el nuevo centralismo de Bruselas, sino también en la habilidad de repensar viejas querencias impuestas por la geografía y por la historia. El día que esto suceda, no tendría nada de extraño que valencianos, catalanes, aragoneses e isleños descubriesen que comparten muchos más valores de los que creen y que si presentan un frente común estarán menos desprotegidos en la selva que viene. Ese día aumentará el auditorio de los Octubre, aunque también serán otros Octubre. Sólo falta saber quién se atreverá a ponerle el cascabel al gato.

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