Mujeres y hombres ANTONI PUIGVERD
No de manera habitual, pero sí con cierta frecuencia, en ambientes deportivos la victoria se asimila al orgasmo. Con más precisión: cuando el balón choca contra la red, el espectador reacciona con un explosiva descarga de adrenalina, expulsa una aguda exclamación gozosa y estalla en eléctricos movimientos corporales. El estadio retumba, entonces, conmovido por un estruendoso alarido de placer animal. El gol es una metáfora en forma de doble espejo: el blanco balón fuertemente chutado se adormece en las sinuosas redes de la portería de la misma manera que la metralla del semen se relaja en las carnosas redes vaginales. Y de la misma manera el gozoso alarido del público descarga y se entrega en la imponente caverna del estadio. Es ésta una metáfora típicamente masculina que responde al siguiente razonamiento: si el orgasmo es la sensación culminante del placer físico, el gol es el Everest del placer psíquico. Se trata de una imagen más o menos interesante, pero sesgada: no incluye más que la versión masculina del placer. El orgasmo masculino es muy elemental y puede ser dibujado como un ángulo muy agudo o un pico muy cerrado. Sin embargo el orgasmo femenino necesita, para poder ser narrado, no una simple figura geométrica, sino una completa alegoría geográfica y musical. Tienen las mujeres un placer en forma de extensa meseta, una vasta región en la que de vez en cuando aparecen y desaparecen zonas montañosas de variada altitud. El orgasmo femenino puede acceder a una compleja cartografía. En ella el placer se desarrolla como una composición musical: la frase de inicio asciende y desciende, avanza, retrocede y se oculta en frases nuevas que huyen del motivo principal, aunque regresan a él bifurcándose o trenzando el motivo perdido. En el orgasmo femenino la ligereza se confunde con la exasperación y la rapidez con la lentitud. Las mujeres pueden conseguir sensacionales viajes sexuales en los que transitan por variados climas, llegan a muchos puertos, se permiten amenos descansos y abren diversas ventanas al paisaje interior y exterior. Si el orgasmo masculino desciende en tobogán, el femenino se sirve de una larga y sinuosa escalinata.
El orgasmo masculino es un incendio. Se produce de manera instantánea y desapareciendo deja un rastro en el que se mezclan satisfacción, fatiga y extrañeza. El paso del orgasmo masculino por la mente tiene algún parecido con los terribles incendios del verano: en su imparable carrera, el fuego abrasa las ramas y tizna las cortezas, pero apenas toca el corazón de la madera. El orgasmo masculino es un fuego superficial, de paso tan breve como intenso, que no consume el deseo. El deseo permanece encerrado, desconcertado. Y desconcertante: las mujeres ironizan siempre a propósito de la fijación sexual de los machos. Tenemos el cerebro en el pene, dicen. Sucede, en realidad, que el desasosiego sexual del hombre no encuentra el camino. Lo que sale es la espuma del deseo, el humo de un horno interior. El pene es una chimenea.
La desazón interior del macho puede domesticarse. Y, en general, se domestica. Pero domesticar no es satisfacer. La madera del deseo queda intacta: primero insatisfecha, luego domesticada, finalmente fósil. El orgasmo masculino define con bastante claridad la concepción masculina del mundo, que encuentra metáforas muy parecidas en los principales ámbitos de la vida social: no sólo en el deporte, también en el periodismo, la economía o la política. Impacientes y desazonados, corren los líderes en busca de grandes objetivos y en esta carrera desaparece por completo el paisaje cotidiano. Repiten los periodistas los grandes tópicos, los grandes crímenes, las grandes batallas, mientras se eclipsan los pequeños adjetivos y las vidas menores. Se alzan colosales números, se producen inmensas fusiones, los negocios ya abrazan el planeta entero, pero en los márgenes de la realidad se agolpan, en infinito hormigueo, los pobres de tierra.
En general, persiguiéndolo todo, a los hombres todo se nos escapa. Perdemos pieza a pieza el equipaje. Parece, en cambio, que ellas no pierden tantas: las guardan mejor en sus bolsos. Las mujeres corren menos. No es frecuente verlas en la cima: por causa, ciertamente, de la inercia masculina, pero también porque muchas de ellas prefieren metas pequeñas o medianas. Sin embargo, donde sea que lleguen, llegan de verdad: colonizan el territorio, habitan los pequeños detalles, exprimen el jugo hasta la última gota. A la manera de su orgasmo, los movimientos de la mujer son lentos y largos, sinuosos, repletos de valles, curvas, vados y espirales. El territorio del macho, en cambio, atravesado por imponentes autopistas, está lleno de rincones inexplorados, de espacios yermos y de regiones polares.
Tanto en el fútbol como en la política, la victoria tiene un fatigoso sello masculino. Instantes después de la explosión del orgasmo aparece la melancolía, que es consecuencia de una fastidiosa sensación de déjà vu. Está ahí dentro, todavía, el deseo: casi intacto. De parecida manera, acabado el partido, superada la eliminatoria, obtenido el trofeo, queda en el ánimo del forofo un vacío desconcertante. Las expectativas que generó la batalla amorosa, política o futbolística fueron bastante superiores al peso final del resultado. No queda más remedio: pasado el coito, hay que glosarlo con el trazo más grueso en el bar con la cerveza y los amigos; hay que esforzarse, con la ayuda del claxon y la bandera, a vociferar por las calles el nombre del goleador; hay que recordar hasta qué punto es meritorio el esfuerzo del gladiador que consiguió el triunfo político. Después de las batallas, pues, aparece la épica, que es una poesía muy masculina. Como las marchas militares, la épica ahuyenta las inciertas brumas de la melancolía.
También las mujeres hablan de ello: recuerdan el paso de una caricia, la lenta circunferencia de un abrazo, el poblado paisaje de un torso desnudo. Lo cuentan entre leves sonrisas y pueden regresar mentalmente al humedal. Los hombres nunca regresamos, lo intentamos de nuevo. Como la pierna del futbolista, las consignas del líder o el grito de la masa, lo nuestro es el disparo. El placer es de ellas.
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