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Televisión pública: una reforma urgente JORDI SÀNCHEZ

No hay duda que la televisión, como instrumento para llegar a la sociedad, es muy atractiva e irresistible para muchos poderes políticos y económicos. Tan atractiva ha sido y sigue siendo que en nuestra historia más reciente sería muy difícil hacer la crónica social y política sin considerar el control gubernamental que se ha ejercido sobre la televisión, ya sea en Cataluña a través de TV-3 o en el resto del Estado con las otras televisiones, empezando por TVE y acabando con cualquier televisión autonómica. Lo que cuesta una televisión como TV-3 al presupuesto de la Generalitat justifica sin lugar a dudas que las instituciones de gobierno ejerciten una presencia para garantizar que a los recursos destinados (ya sea directamente por transferencia o mediante un aval para un endeudamiento) se les dé un uso razonable. Es decir, que ese dinero no se despilfarra, sin orden ni concierto, ni que tampoco con ellos se tiende a favorecer a unos cuantos amigos con negocios más o menos visibles. Sin duda el problema lo tenemos cuando los gobiernos creen administrar sus propios recursos, y no los recursos de los contribuyentes, y eso los lleva a administrar la televisión y buena parte de la información que en ella se da como si de una finca particular se tratara. Es verdad que muchas veces la televisión pública es motivo de polémica por el sectarismo que en la transmisión de la información se da, pero tampoco deberíamos olvidar que hay demasiados indicios de que su administración y gestión puede en ocasiones servir a unos cuantos, en detrimento de todos, para sacar beneficios millonarios sin que exista la posibilidad de un control eficaz por parte de nadie sobre determinadas compras, contratos e incluso concursos para determinadas adjudicaciones. Puede parecer una memez, pero hasta hace dos años, por ejemplo, en Televisió de Catalunya los concursos para adjudicar el doblaje de películas al catalán (centenares de millones de pesetas al año) no contemplaban la apertura pública de plicas, es decir, nadie tenía el convencimiento que algunas ofertas presentadas no eran conocidas con anterioridad a la adjudicación, pudiendo favorecer así a determinadas empresas en detrimento de otras. Son detalles que alguien puede considerar insignificantes pero que, en mi modesta opinión, tampoco deberían olvidarse cuando sobre el tapete se pone el debate sobre el futuro de la televisión pública.Estos días previos a la constitución del nuevo Parlament, estamos asistiendo a un debate por parte de algunos partidos sobre cómo será la composición del nuevo Consejo de Administración de la Corporación Catalana de Radio y Televisión (CCRTV). Ése es un debate hasta cierto punto interesante pero sobre todo muy interesado. Lo realmente importante no es si a PP y ERC les tocan dos consejeros, como no se cansan de repetir, y si CiU, como ya ha sugerido, está dispuesta a satisfacer esa demanda, o si el PSC-CpC puede proponer cinco representantes de los 12 que componen el Consejo de Administración en lo que sería una estricta aplicación de una fórmula proporcional (ley D"Hondt o cualquier otra) de acuerdo con los diputados que cada formación ha obtenido. Ante ese debate, excesivamente mercantilizado por parte de algunos, se olvida que lo realmente relevante no es únicamente cómo se asignan los puestos en el Consejo de Administración, sino qué atribuciones dispone el citado consejo para ser digno de ese nombre. Mi experiencia en el consejo durante esta última legislatura es que en la mayoría de ocasiones más que un Consejo de Administración nos encontramos ante poco más que un consejo asesor. Para que nos entendamos, este Consejo de Administración, por ejemplo, no nombra ni al director general de la CCRTV, que es facultad exclusiva del presidente de la Generalitat, ni tampoco tiene voz ni voto en el nombramiento de los directivos de Televisió de Catalunya o de Catalunya Ràdio, facultad ésta del director general. Ante esta situación, donde, con todo mi respeto hacia ese colectivo profesional, un ordenanza de TVC tiene la misma autoridad efectiva ante el director de Televisió de Catalunya que los 12 consejeros juntos, es posible comprender por ejemplo que en más de una ocasión los miembros del consejo hayan conocido la programación televisiva por los medios de comunicación y no mediante una reunión ordinaria de su comisión de programación.

Han aparecido también algunas voces defendiendo que la solución pasa por una despolitización del consejo. Supongo que lo que querrán decir es una despartidización. En ese caso comparto esa preocupación, y probablemente hay modelos de televisión pública por Europa (por ejemplo el modelo alemán) que permitiría una configuración del Consejo de Administración diferente al actual. Quiero advertir, sin embargo, que el hecho de que los consejeros dispongan o no de carnet de un determinado partido no es el dato más relevante. Y hago esta afirmación consciente de mi no militancia partidista en organización alguna, y asumiendo que independencia de partido no es indiferencia y que en un consejo uno no puede ser indiferente ante la realidad. El problema no es que un consejero disponga de carnet (ojalá la afiliación política fuera mayor en toda la sociedad), sino que determinadas obligaciones que correspondería ejercer como miembro del Consejo de Administración deberían percibirse como moralmente incompatibles con el ejercicio de determinadas funciones dentro de una organización política (jefes de prensa, secretarios de organización), puesto que se corre el peligro de un choque en la defensa de los respectivos intereses, que, siendo ambos legítimos, no suelen ser coincidentes.

Sin lugar a dudas el futuro de la televisión pública pasa por una modificación sustancial de la actual ley. Por un lado esa reforma debe contemplar las variaciones que en el sector audiovisual se han producido en los últimos años y a las cuales la televisión pública no puede resistirse (digitalización, participación en empresas mixtas, nueva financiación...) y por otro debe diseñar un nuevo estilo de gobierno y control de esos medios públicos, con una nueva fórmula para el nombramiento del equipo directivo, incluido el Consejo de Administración, y nuevas funciones para este último. Esa doble modificación corresponde al Parlament y sería irresponsable que no se ejecutara antes de finalizar esta legislatura. El peligro de seguir como estamos es el de condenar la televisión pública y sus profesionales a ser el centro de una batalla donde la utilización de la misma, a menudo descarada, por parte de la mayoría gubernamental se responda con la crítica contundente desde la oposición. En un escenario tan competitivo como el audiovisual, el peligro de continuar como ahora es que la gran derrotada sea la misma televisión pública.

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