¿Panacea federal?
La última campaña electoral catalana ha vuelto a sacar a luz los proyectos federales que el catalanismo de izquierda, desde Amirall a Rovira i Vigili, siempre ha propugnado. Y la cuestión no puede ser más seria, tanto para el buen encaje de Cataluña con el Estado como para la configuración del Estado mismo. Por eso tenía toda razón mi amigo de muchos años Jordi Solé Tura cuando, hace días, en estas mismas páginas, consideraba insensato menospreciar las opciones federales o hacer burla de ellas. El despreciar cuanto se ignora que satirizara el poeta no sería, desde luego, la mejor cualidad castellana si todos los castellanos fuéramos ignorantes y despectivos, lo cual, felizmente, no es el caso.Pero precisamente porque la opción federal es muy seria y serios como suyos eran los argumentos del profesor Solé Tura, creo indispensable volver sobre los mismos. A su juicio, el Estado de las autonomías es federal en todo, menos en no tener un órgano adecuado para la participación en el poder federal de las entidades federadas. Órgano que, a juicio de mi antiguo compañero de lides constituyentes, debe ser el Senado. Un Senado capaz, además, de recoger los hechos diferenciales hasta sustituir el bilateralismo de sus actuales relaciones con Madrid por un multilateralismo que él, de acuerdo con la reciente obra del profesor Aja, denomina "intergubernamentalismo".
A mi modesto entender, la federalización del Senado plantea más problemas que resuelve. Por una parte, existen objeciones de tipo general. Cabe dudar, en efecto, de que, a la altura de nuestro tiempo, una Cámara legisladora sea la fórmula idónea para instrumentar la participación autonómica que hoy parece derivar hacia fórmulas de participación netamente intergubernamental y sectorial, como es el caso de las "Conferencias". Por otro lado, la coincidencia de un Estado autonómico o federal con una democracia de partidos debilita la eficacia del Senado federal. En efecto, si pluralismo territorial y partidos coinciden, ambos se reflejarán en una y otra Cámara y las harán redundantes, y de ello hay ya ejemplos comparados de grave disfuncionalidad. Pero si no coinciden, el problema no es menor. O bien la lógica partidaria predominará sobre la federal, vaciando la segunda Cámara de efectiva participación de las entidades federadas, como ocurre en Alemania y Austria, donde el Consejo de los Estados responde a la oposición entre fuerzas políticas de ámbito federal, cuyas opciones priman sobre las peculiares de los länder. O bien, a la inversa, la lógica federal inhibirá la representatividad partidaria, debilitando la legitimidad democrática de la segunda Cámara. Así ocurre en Suiza, donde la igualdad de la representación cantonal en el Consejo de los Estados lleva a la superrepresentación de las fuerzas de derecha.
A estos inconvenientes generales hay que añadir los que derivan de la por todos reconocida asimetría de nuestras autonomías. El bilateralismo del que adolecen las relaciones de las autonomías históricas con el Estado no es sino exponente de una realidad de base: su heterogeneidad. El Senado no puede representar a las comunidades autónomas como el Consejo Federal alemán representa a los países o el Senado de los Estados Unidos a los "Estados indestructibles", porque las comunidades autónomas son heterogéneas entre sí. La diferencia entre Cataluña y Murcia, o entre Euskadi y Madrid, no es meramente cuantitativa, como la que media entre Vermont y California, sino cualitativa, porque Euskadi o Cataluña son expresión de una realidad nacional; Navarra es una comunidad foral cuya autonomía tiene, según nuestro bloque de constitucionalidad, carácter paccionado; pero la Comunidad de Madrid, de la que yo soy entusiasta, natural y vecino, es una provincia sustantivada. Si la generalidad de las autonomías es ya un hecho consolidado, su homogeneidad está contradicha por la fuerza normativa de los hechos. Y un Senado que, prescindiendo de ella, intensificara el tratamiento homogéneo y homogeneizador de lo que es a todas luces heterogéneo convertiría al nuevo Senado en lecho de Procusto.
Ciertamente que quienes propugnan el Estado federal asimétrico pretenden recoger en el Senado los hechos diferenciales. Pero las dificultades surgen a la hora de determinar el número y las competencias de esta hipotética Cámara. En un federalismo igualitario, el número de los senadores puede ser igual para todos los Estados (verbigracia, USA) o en proporción a sus respectivas poblaciones (verbigracia, India), porque la homogeneidad entre los federados permite tanto la igualdad como su corrección atendiendo a un factor cuantitativo. Pero en una situación como la española, la concurrencia de identidades nacionales, de regiones sin vocación nacional e incluso de circunscripciones administrativas sustantivadas imposibilita la igualdad, y el hecho de que las entidades nacionales con mayor personalidad sean territorial y aun demográficamente menores impide la corrección cuantitativa en atención a estos factores. Un Senado federal español en el que Euskadi tuviera menor representatividad que Madrid, o Cataluña que Andalucía, no respondería a la realidad que pretende representar.
En cuanto a las competencias, la opción parece estar entre hacer al Senado plenamente colegislador o reservarle las materias de carácter autonómico. La segunda solución es tan aparentemente lógica como realmente falaz, porque no está claro cuáles son las materias de interés autonómico. Baste pensar que competencias típicamente estatales, verbigracia, los Presupuestos, tienen máxima incidencia en la vida de las autonomías y que, a la inversa, es creciente el protagonismo de éstas en materias en principio exclusivas del Estado, verbigracia, la actividad exterior.
Por el contrario, si el Senado federal fuera colegislador en todas las materias surgirían otros problemas con efectos negativos en el proceso de participación e integración de las autonomías en el Estado global. El bicameralismo asimétrico en el que el Congreso tuviera la última palabra podría llevar a las comunidades cuyo órgano de participación fuera el Senado a sentirse marginadas y, a la inversa, un bicameralismo simétrico en el que ambas Cámaras tuvieran los mismos poderes podría ser sentido como privilegio para la mayoría de un cuerpo político como el español, que no se siente compuesto de entidades federadas. Si las mayorías del Senado son simples es difícil pensar que sirvan de garantía a las comunidades de especial personalidad. Pero no es fácil concebir que el conjunto de las comunidades aceptara el bloqueo de las decisiones por el voto de una o dos comunidades.
Por último, la mayoría de los conflictos autonómicos son bilaterales y, en consecuencia, irreductibles a un diálogo multilateral con quienes son ajenos, cuando no indirectamente interesados en el mismo conflicto. Para poner un ejemplo, ¿es acaso imaginable que las relaciones derivadas del Concierto Económico del Estado con Euskadi o Navarra pudieran ser debatidas en el Senado por los representantes de otras 15 Comunidades Autónomas?
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