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Adiós a los muertos

JUSTO NAVARRO

Lo primero que he visto esta mañana al salir a la calle ha sido una mujer con un ramo de crisantemos: llega el día de Todos los Santos y el día de los Difuntos, y todavía existen el cementerio y las mujeres que van al cementerio a adornar las tumbas casi olvidadas. La mujer con crisantemos blancos me ha traído un recuerdo de infancia, cuando las floreras de la Plaza de Bib-Rambla, en Granada, se quedaban toda la noche de los Santos haciendo coronas y ramos de flores. Mi madre les bajaba una cena que acababa con dulces y castañas y batatas y boniatos, porque entonces había una cocina propia del tiempo de los Difuntos. Los cristales de los balcones se veían muy negros en aquellos noviembres más fríos que hoy, un final de octubre radiante después de las lluvias.

Entonces las mujeres cuidaban de las casas y de las tumbas. Las tumbas hundidas eran anuncio de familias hundidas por el tiempo o la mala cabeza: la tumba era el espejo de la vida. Ante una tumba florida y limpia, uno pensaba: así estará la casa. Aquellos usos siguen vivos en Nerja. Veo a las mujeres vestidas de domingo, con cubos y ramos de flores, aprovechando el buen día, el sol cálido, casi septembrino, y vuelvo a leer un poema de Giovanni Pascoli, traducido por Miguel d"Ors: una muchacha, cargada de flores recién cogidas, ilumina el cementerio. Las antepasadas renacen en los gestos de las que les llevan flores: aquí, en Nerja, las mujeres repiten los gestos de aquellas que velaron por la casa y por la memoria familiar. (Pascoli nació en 1855 y vivió 57 años. Asesinado su padre y muerta su madre, guardaba una pistola para matarse cuando su hermana se casara. Tenía una novia en secreto, como la pistola. Fue catedrático de lenguas muertas.)

Ahora huimos de los cementerios, quizá porque la muerte parece cosa de la vejez, y hoy se es joven hasta los setenta años. Noviembre parece un mes más feliz desde que somos más jóvenes, pensamos menos en la muerte y visitamos mucho menos las tumbas: hasta el clima, que antes se agrisaba lacrimógeno en honor de los muertos, ahora los olvida. Ser joven es pensar que se vivirá siempre, o que, por lo menos, queda mucho por vivir, y espantamos a los difuntos y al pasado pasado de moda: no conocemos los segundos apellidos de los abuelos, no nos interesa de dónde llegaron, cómo vivieron y se ganaron la vida. Vale lo instantáneo, el usar y tirar, la moda que será sustituida por otra moda aún más volátil, como una canción por otra canción. ¿Cuántas canciones inolvidables llevamos olvidadas?

La familia nueva procura ser amnésica. La familia sólo es una trama para ayudarnos a vivir, repartiendo los recursos y el trabajo. No tiene nada que ver con la memoria, con la muerte, con lo que se va siempre. Venerar a los antepasados es una superstición. No tenemos ni queremos tumbas. Queremos borrar las huellas, como hemos borrado totalmente el luto, y ser puros, sin memoria, porque somos distintos o mejores que los que se fueron. Y la proliferación antihigiénica y antinatural de cementerios masificados ha impuesto la cremación de los difuntos. Ahora dispersamos las cenizas del muerto, lo que antes era concebido como una maldición.

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