Ricos y pobres, delgados y gordos
PEDRO UGARTE
Si en algo ha envejecido el humor gráfico de principios de este siglo ha sido en el retrato físico de las diferencias sociales. Las viñetas de hace décadas mostraban a los hombres prósperos y a sus no menos prósperas esposas como personas irremediablemente gordas. Sólo los pobres guardaban una línea de junco, escuálida, famélica, trazada por el hambre.
Hoy día, en las sociedades desarrolladas, el hambre ha dejado de tener una presencia inmediata. Viva mejor o peor, la gente al menos come. Esta evidencia, unida al creciente culto al cuerpo, ha generado un completo cambio en los papeles. Hoy las personas acomodadas se afanan por mantener un cuerpo esbelto y sólo en los estratos modestos de la pirámide social la gordura, la rotunda obesidad, campan por sus respetos.
Si hace algunas décadas el problema era comer todos los días, ahora el auténtico problema es que se come demasiado. No hay más que ver cómo prosperan los gimnasios para atender estas nuevas exigencias. La esbeltez, o al menos el voluntarioso esfuerzo por conseguirla, se ha transformado en un timbre de prestigio social. Los gimnasios son ya centros de relación personal y, todavía más, habida cuenta del importe de sus cuotas, una señal palpable de desahogo económico. La pasión por el aerobic y la musculación, como cualquier otra pasión humana, es perdonable. Uno no comprende qué extraña fuerza interior puede llevar a esforzados ejecutivos y ejecutivas a incrementar sus jornadas laborales de nueve o diez horas de trabajo con una animosa visita al gimnasio, donde sudar cumplidamente. Pero la naturaleza humana es así de misteriosa: el que escribe también realiza cada día conductas aún más excéntricas: entre otras escribir, la más excéntrica de todas.
Resulta insólito que el anhelo de exclusividad, que siempre se predica de las aficiones elitistas, busque incluso abrirse paso en la práctica del deporte. En opinión del que escribe, lo más parecido a levantar pesas en un gimnasio es levantar sacos de patatas en un camión (con la ventaja de que por levantar sacos de patatas suelen pagarte dinero, mientras que por levantar pesas, asombrosamente, hay que aflojar la pasta), de modo que el elitismo debe forzar sus argumentos para consolar a los practicantes de esas agotadoras sesiones de gimnasio y subrayar que, al menos, tantos esfuerzos y sudores no están al alcance de cualquiera.
Recientemente el presidente de la Asociación Vizcaína de Empresarios Deportivos acusaba a los polideportivos municipales de competencia desleal. "Si yo no puedo comprar un Mercedes me aguanto. Lo que no puede hacer el Ayuntamiento es poner Mercedes para todos", afirma, con neoliberal convicción y contundencia. A la pregunta de si todo el mundo tiene derecho al deporte, el empresario no se arredra: "Esas no son actividades para grupos con problemas económicos".
Nunca se ha visto semejante maravilla. Ahora resulta que el ocio deportivo también debe estar a precio de mercado, y que los esfuerzos de las entidades locales por habilitar ese servicio a sus vecinos son una perfidia dirigida a arruinar a unos voluntariosos empresarios que sólo pretenden vivir (nunca mejor dicho) del sudor de los demás. El responsable de los empresarios deportivos de Bizkaia sugiere audaces iniciativas para invertir dinero público en cosas menos superfluas: "Mucho más importante que una clase de aeróbic barata sería abrir panaderías subvencionadas. ¡Eso lo necesitamos todos!".
¿De qué guindo se han caído determinados gerentes? El pan es alimento humilde. Hace décadas que los ricos dejaron de comerlo. La filosofía profunda de las ideas expuestas quizás quiere ir más lejos: unos se pagarían el deporte como forma privilegiada de ocio. Y otros comerían pan subvencionado: más pan, supongo, del que comen habitualmente. Más flacos y más gordos, todavía, en prodigioso y fiel retrato de su distinta fortuna.
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