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Sospechas

FÉLIX BAYÓN

Estos días Javier Arenas ha dicho que en los próximos meses "vamos a seguir hablando de Cádiz y no sólo de Sanlúcar". No hay duda de que tiene razón. Lo que no está claro es por qué no intenta remediarlo. En manos de su partido está la posibilidad de poner orden en dos pueblos, Tarifa y Barbate, en los que sospechosos tránsfugas y especuladores piensan seguir el mismo camino que inició hace ocho años Gil. En ambos casos, los alumnos de Gil están apoyados por el PP, el mismo partido que, por cierto, ayudó al alcalde de Marbella a hacerse con la Mancomunidad de Municipios de la Costa del Sol, en cuya contabilidad hay ahora que entrar con mascarilla.

Es pueril tratar de convencer a la ciudadanía, como intenta el PP, de que la corrupción es un fenómeno exclusivo de los socialistas. La experiencia demuestra que ha salpicado en medida similar a todos los partidos que han tenido algo de poder. Lo malo es que, al no reconocerlo, el PP no manifiesta ningún interés en arreglar este problema que supera ya con mucho el albur estadístico: es evidente que la corrupción está mucho más arraigada en la política -especialmente en la política urbanística- que en cualquier otra actividad. Así, el PP se está haciendo un flaco favor a sí mismo, ya que deja en manos de la izquierda el monopolio de la mala conciencia, que no es sino la manifestación última y fatal de la vergüenza.

En un rapto de lucidez, el dirigente de IU Antonio Romero ha pedido un pacto entre los partidos políticos para que se comprometan a expulsar a los corruptos y a investigar todos los asuntos sucios que vayan surgiendo. Este pacto resulta especialmente necesario en un momento como el actual, en el que, a las zonas turísticas, acude en busca de blanqueo un dinero que, como se está viendo ya, tiene en muchos casos origen delictivo y es capaz de comprar políticos para obtener favores o, incluso, de fabricar partidos populistas que sigan sus intereses.

Desgraciadamente, la actitud pusilánime de la Junta de Andalucía ha ayudado mucho. Es cierto que en Andalucía -al contrario que en otras comunidades- no existen herramientas jurídicas para parar obras ilegales, pero también es verdad que nadie se ha dado prisa en hacer las leyes necesarias. A falta de leyes que permitieran parar desaguisados urbanísticos, al menos se hubiera podido echar mano del nuevo Código Penal, pero, en un gesto pintorescamente versallesco, la Junta viene sosteniendo la teoría de que no debe de hacerlo por respeto a la buena relación entre instituciones.

Resultado: en Marbella, el laboratorio de todos los especuladores, los edificios ilegales siguen creciendo sin que nadie haga nada para pararlos. La Junta, además, ha entrado en el juego de Gil, que consiste en ganar tiempo: el Gobierno andaluz sigue presuponiendo su buena fe y, a pesar de la ya larga tomadura de pelo, no da carpetazo ni opta por elaborar un PGOU en condiciones e imponérselo al Ayuntamiento de Marbella.

Así no resulta extraño que, en Tarifa, junto a Bolonia, se pretendan enladrillar 426 hectáreas de pinos. La tentación es fuerte. La experiencia de Gil ha demostrado que se puede hacer esto y cosas peores con completa impunidad.

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