El viento del Este
ANTONIO ELORZA
En un conocido pasaje del 18 Brumario, Karl Marx dictaminaba que las revoluciones del siglo XIX, y por supuesto la revolución proletaria, se situaban en el presente y dirigían su mirada exclusivamente hacia el porvenir. El pasado quedaba irremediablemente atrás. Dejemos a los muertos que entierren a sus muertos, concluía el fundador del socialismo científico.No obstante, las experiencias registradas desde que Marx hiciera tal pronóstico aconsejan rectificar ese menosprecio de las "reminiscencias históricas". Los ejemplos pueden multiplicarse. Y las llamadas "revoluciones proletarias" no han sido excepciones a la regla, a pesar de su deliberado propósito de construir el futuro sobre las ruinas de un pasado execrable.
Cuando en estos días se conmemora el cincuentenario del triunfo militar de Mao sobre el Kuomintang, conviene recordar esa imbricación de formas mentales, comportamientos y mitos procedentes del pasado, en una revolución que acuñó su propia imagen de Epinal como escenario glorioso del que emergía la nueva humanidad. No faltaban las bases para tal exaltación. La represión de Shanghai contada por Malraux, la larga marcha, la lucha contra los invasores japoneses, el triunfo de un modelo herético de revolución fundado en el cerco de las ciudades por el campesinado, fueron otros tantos hitos de una revolución que desde el Tercer Mundo, al margen de las predicciones de Marx y de Lenin, ponía en entredicho la dominación imperialista. Además, la barrera lingüística permitía y permite modular la información hacia afuera según las conveniencias del emisor. En una palabra, la revolución china aparecía como una alternativa innovadora al estancamiento del modelo soviético, e incluso los mayores desastres, como el Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural, ofrecían al observador lejano la impresión de constituir avances espectaculares hacia una sociedad justa e igualitaria. Sin ese espejismo, una figura como la del Che resulta incomprensible. Claro que sin esos mismos ejemplos, Pol Pot y Sendero Luminoso también lo son. Los intelectuales de Europa occidental intentaron navegar en los años sesenta por esa ciénaga del auténtico marxismo que venía de Oriente, sin darse cuenta de su insuficiente nivel de información. La edición de las obras completas de Mao se detendrá en el episodio fugaz de las cien flores, de una política de libertad intelectual rápidamente suprimida. Las catástrofes derivadas del voluntarismo de Mao, con un coste de millones de muertos, en el Salto y en la revolución supuestamente cultural, fueron vistas así como otras tantas pruebas de una creatividad revolucionaria puesta en marcha por la genial intuición del Gran Timonel, dentro de una orientación antiburocrática, por su aparente confianza en la acción espontánea de las masas frente a los enemigos del pueblo. El viejo Yugong, encarnación de la fe del pueblo, logrará con su esfuerzo la tarea casi imposible de remover las montañas, acabando con el imperialismo y el feudalismo (por cierto, el protagonista del apólogo proporcionó al cineasta Joris Ivens el título para su serie de documentales temáticos sobre la Revolución Cultural, donde bajo la costra de la hagiografía cabe apreciar la intensidad de la violencia y de la irracionalidad que presidieran el episodio).
A lo largo del proceso revolucionario, el verdadero protagonista era el mismo Mao, confiado en sus facultades sobrehumanas, propias de un héroe de la narrativa china clásica cuyos temas evoca una y otra vez. El marxismo-leninismo le sirve de cañamazo doctrinal para reproducir el esquema al uso sobre la necesidad de la revolución proletaria, el rol de vanguardia adscrito al partido o la visión histórica centrada en la lucha de clases. Pero a partir de aquí entra en juego una significación en profundidad del marxismo, mucho más que una adaptación de Marx o de Lenin a las condiciones chinas, desde los principios de la guerra del maestro Sun a la combinatoria de oposición y complementariedad con que modula la dialéctica marxista a partir de los criterios del yin y el yang. Queda así abierto un espacio en la aproximación a los problemas políticos donde es realmente él, Mao, quien juzga acerca del carácter antagónico o no de las contradicciones, o de la condición de papel o auténtica del tigre imperialista. Fuerza el paso de la floración de escuelas intelectuales en libertad a la coacción brutal en nombre de la colectivización del campo. De la demonización de Estados Unidos a una reconciliación parcial dirigida contra la URSS. Es el líder supremo quien decide siempre con acierto, recibiendo por ello un culto delirante a su personalidad. Mao se ve a sí mismo como el primer emperador, constructor del imperio gracias al uso ilimitado de la fuerza, y sucesor directo de ese Pu-Yi cuyo testamento autobiográfico le sirve de pedestal. De la obra del guía surgirá la gran paz, el sueño armonista de tiempos del Imperio, forjado a golpes de un voluntarismo no sujeto a limitación alguna.
Sólo tras el fracaso del Gran Salto, los dirigentes del propio PCCh perciben la necesidad de frenar la megalomanía de Mao. Más de 20 millones de muertos así lo aconsejan. En Para ser un buen comunista, del presidente Liu Shao-qi, y sobre todo en la propuesta de estímulos materiales de Deng Xiao-ping, buscan el refugio en los principios de disciplina, educación y eficacia del confucionismo para proponer un nuevo orden, dinámico en la economía, estable en la política. Los sobresaltos ideológicos deben ser olvidados; no importa que el gato sea blanco o negro, si caza bien, advertirá Deng. Pero Mao no estaba dispuesto a abandonar la escena. Se había ufanado de exterminar diez veces más confucianos que lo hiciera el primer emperador, y con la instrumentalización de las movilizaciones durante la Revolución Cultural logra temporalmente su propósito de mantener el propio poder. Sin embargo, ya sólo le quedaba el radicalismo verbal de la "banda de los cuatro". A su muerte, las aguas volverán paulatinamente a su cauce. La ideología se encuentra agotada y la sociedad china se pone en marcha dando vida a nuevas relaciones económicas, que el partido bajo Deng acepta a cambio de conservar el monopolio del poder político. Es la aventura de recuperación económica descrita por Kate Xiao Zou en su apasionante libro El poder del pueblo. El
milagro chino se hace realidad. Claro que el precio pagado es el florecimiento de las relaciones de producción capitalistas. Los antiguos mandarines, como explicó Max Weber, habían bloqueado la modernización china; los nuevos mandarines rojos la encabezan, con un contenido capitalista, pero conservando las formas de poder político del comunismo.El discurso oficial permanece inmutable. El maoísmo, como otros totalitarismos, supo pervertir el lenguaje haciendo que las palabras significasen justamente lo contrario de su contenido. Así que en China reinan hoy la justicia social y la igualdad, los derechos humanos, la búsqueda de la paz. En la práctica impera un boyante capitalismo salvaje, cargado de corrupciones, con un Estado represivo hasta niveles difícilmente imaginables, tanto por la violación de derechos humanos como por la opresión de las nacionalidades (ejemplo, Tíbet). Y la exaltación del patriotismo está puesta al servicio de una voluntad expansiva, visible en apoyos a dictaduras como la militar birmana, en la definición como propias de aguas indonesias o filipinas, y en el tratamiento intransigente de la cuestión de Taiwan. A pesar de sus protestas, la China comunista/capitalista dista de ser hoy un factor de paz, si bien Occidente prefiere ignorarlo por aquello de que el negocio es el negocio. La cuestión es saber hasta cuándo durará en el interior la huella de la represión ejercida en Tian An-men.
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